sábado, 25 de julio de 2015

EPIFANIA


Caminaba restregándose las manos por el denso frio de aquella noche aciaga y solitaria.
Las calles lucían desoladas del gentío en las mañanas. Era tarde, muy tarde, casi de madrugada.
Ajustó bien sobre el pecho el gabán que lo cubría, también la bufanda sobre el cuello y hundió más sobre su cabeza aquel gorro de lana áspera pero abrigada.
Cada noche, al terminar su turno de horas extras en la fábrica donde trabajaba, le tocaba transitar este solaz camino siempre húmedo, siempre obscuro, siempre frío.
Las sombras recorriendo muros y rincones; sonido a latas revolcadas por los hambrientos gatos y el sonido lejano pero permanente de ladridos y peleas de perros callejeros.
Era un ritual obligado de dos veces por semana, desde hacía casi un año.
El temor lo había perdido hacía meses. Solo odiaba el frio y el dolor de sus pies cansados.
Algunos porches y escalinatas de un par de iglesias le arrojaban despiadados los contornos dibujados por periódicos y viejas mantas el cuerpo de más de un mendigo allí acostado.
La mayoría de las veces podía observarse una sucia botella de licor barato o algún que otro frasco de alcohol de farmacia abandonados inertes y vacíos justo al costado de los bultos en el piso acurrucados. Ebrios, hambrientos, desposeídos, congelándose de inviernos bajo algún pedacito de techo que los cubriera del rocío.
Las primeras noches su corazón se estremecía frente a aquellos seres con su efímera existencia en vilo. Más con el tiempo y el recuerdo de su propio castigo, endureció la pena y se habituó al hastío que produce el ver las realidades de éste mundo en que vivimos, tan comunes e insolubles, tan cotidianas y tan múltiples.
Esa noche como tantas otras, miraba apenas de reojo aquellas formas deshumanizadas recostadas sobre el piso.
Sin querer y de repente, mientras trataba de esquivar un hueco en la vereda, tropezó con una forma blanda y más pequeña perdida bajo viejos trapos y viejos periódicos amarillos. Al embestir sus pies en ella, una pequeña mano inerte asomó por entre las cobijas…entre sus pequeños dedos unas migajas de pan enmohecido se mantenían férreas, negándose abandonar su dueño.
Era un niño, permanecía a mitad del camino, como rendido. El se agachó y con una mano enguantada zarandeó el pequeño cuerpo…nada. Un pie desnudo y mugriento asomó por debajo al otro extremo de su cubierta de materiales inciertos.
Algo más allá de su entendimiento le provocó insistir con el movimiento. Nada
de respuesta, ni un atisbo. Se puso de cuclillas y comenzó a despejar su
cubierta con un mal presentimiento.
Cual fue su sorpresa cuando capa tras capa, encontró diversas prendas,
algunas bastante nuevas…una chamarra, una fina bufanda, y hasta un caro
abrigo de cuero, pedazos y paquetes de comida y caramelos despreciados ,
billetes, monedas e infinidad de estampitas religiosas con esos santos que
fríamente, desde el cartón pintados esbozaban irónicamente para el momento,
una y mil oraciones de protección y amparo para el niño que casi desnudo,
dormía al frío.
Estaba helado, morado y casi rígido. Había muerto, solo y ya vencido.
Su mente se nubló y de repente subió a su garganta un grito. Desgarrado,
furioso, inesperado.
--Asesinos!! Gritó y un sollozo fue el inicio de un correr de lágrimas por su
rostro en río.
Finalmente, cual epifanía, había comprendido. Tomó al niño entre sus brazos y
emprendió el camino. A pocas cuadras una posta policial dejaba filtrar su tenue
luz sobre la calle. Se precipitó hacia allí y ya en la sala se detuvo y exclamó—
Soy un asesino! Yo, ustedes y todos aquellos que le dejaron su cobarde
ofrenda abandonada junto a un indefenso niño cuando ya había muerto! Le
hemos matado al ignorarlo cuando el aliento aún llenaba su pequeño pecho
hambriento y dolorido…asesinamos su infancia, su esperanza y sus derechos,
y ni siquiera a su cuerpo muerto albergamos del olvido.
--Somos todos asesinos!
--Indiferentes y fríos.
--Finalmente…hemos matado a un niño.



MARCELA ISABEL CAYUELA
(Todos los Derechos Reservados)
Julio 2015- Argentina

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