miércoles, 15 de febrero de 2017

RENUNCIA



--¡No más! ¡Estoy harto!—dijo Esteban abandonando la casa de su amada



Siempre indiferente, ignorando su presencia. Pero esta noche Laura  sobrepasó todo 

límite al olvidar su aniversario. Ni siquiera estaba en casa.



--¡No volveré!—finalizó él atravesando el mármol  de su propio nicho en el Cementerio 

General.



(50 palabras)



© MARCELA ISABEL CAYUELA


LA JAULA







38 años y nada,  eternamente sola, aún desde antes que sus 

padres abordaran el tren a las nubes (no el de Salta, sino 

literalmente: palmaron) De eso, habían transcurrido un par 

de meses. La dejaron uno detrás del otro.  En diciembre 

doña Emma, justo en nochebuena -¡que oportuna!- Tres 

semanas después, atormentado por la tristeza don Pedro se 

tiró por la ventana; olvidando que vivían en planta baja. Así 

que el pobre anciano no estiró la pata a consecuencia de la 

caída;  le dio un infarto cuando el perro del vecino lo 

desconoció y, más asustado que él, se le vino encima 

dispuesto a comérselo de a poquito.



-– Claro, ellos sí que no podían vivir el uno sin el otro – 

protestó Beatriz en voz baja–Nunca me tuvieron en cuenta



No recordaba a sus padres de otro modo que no fuera viejos 

o enfermos, enclenques y latosos. Aun así, los amó tan 

profundamente, que renunció a todo para cuidar de ellos.



--¡Pero qué  manera de joder mis viejos!—volvió a rezongar 

hablando sola.



Sentada en el viejo sofá forrado en pana descolorida de la 

sala, un par de lágrimas rodaron por sus mejillas mientras 

alisaba hasta sacarle brillo  la falda del vestido negro que 

tenía puesto. ¡20 años les dio! Dos largas décadas de 

remedios, doctores, ronquidos y flemas de colores y texturas 

varias. Eso, sin contar los pañales que debió cambiarles 

durante los últimos 5 años de su existencia.



Subsistieron tan compenetrados el uno en el otro, que si 

Emma tosía a don Pedro le daba neumonía y si a él le dolía 

la espalda, ella se quebraba la cadera. El hecho es que no 

parecían reparar en ella. Sin amigos, enamorados o tan 

siquiera conocidos. Atrapada entre aquellas paredes 

oscuras, mohosas e impregnadas por el olor característico y 

acre de la senectud enfermiza. El único ser vivo por el que 

solían manifestar cierto grado  de interés era el maldito 

pájaro, también cautivo en su jaula, colgada frente al espejo.



--¡El pájaro!—exclamó Beatriz incorporándose de un salto 

recordando que habían pasado días desde la última vez que 

lo alimentó.



 Corrió de prisa en auxilio del ave, destapó la jaula y al verlo 

vivo suspiró aliviada, Entonces reparó en el espejo, cubierto 

con una sábana como se acostumbraba en los velorios. 

Olvidó quitarla, tanto como olvidó vivir.



--¡Qué estúpida! ¡Ya es hora de airear todo esto!—exclamó 

tirando de la tela hasta descolgarla.



Y allí, en el reflejo,  estaba ella, con el pajarito posado sobre 

una de sus  manos…y encerrada en su propia jaula.



Llorando, dejó ir al ave, sintiendo que para ella… era 

demasiado tarde.



© MARCELA ISABEL CAYUELA


sábado, 11 de febrero de 2017

YA NO HAY ESPACIO



“Ya no hay espacio para los dos en esta casa”  Fueron 

indeclinables sus palabras. Carlos no podía dejar 

de escucharlas una y otra vez en su memoria. Azotándolo, 

fustigándolo, enardeciéndolo. 



Después de todos esos años de convivencia, Sofía había tomado 

la determinación por ambos, sin tener en cuenta sus 

sentimientos,  carente de consideraciones y en menosprecio de 

cualquier argumentación que él  pudiese haber esgrimido en 

defensa de aquella pareja que diez años atrás, 

constituyeran exitosamente.



Oscurecía, el atardecer deponía su colorido intenso tras las 

sombras de la noche incipiente. 



Carlos había perdido la cuenta del tiempo que permaneció allí 

de pie frente al ventanal de la sala contemplando el cielo y 

sumido en sus amargos pensamientos. Suspiró, se encogió de 

hombros y retirando del manojo de llaves su propio duplicado, 

lo  depositó sobre la mesa ratona entre los sillones forrados en 

pana que ella tanto amaba.



Luego cogió su equipaje y abrió la puerta. Parado en el umbral 

volteó una última vez hacia el interior de aquel que había sido 

su hogar. “Ya no hay espacio para los dos en esta casa” 

perseveraban creando ecos las palabras de Sofía.



Aquella expresión solo era una cruel metáfora que señalaba su 

clara intención de extirparlo de su vida, un modo despectivo de 

manifestarle que ya no existía sitio  para él, que había dejado de 

amarlo, que sinceramente, ya no lo soportaba. ¿Y él? ¿Nunca se 

le ocurrió pensar en él? ¿En su propio hartazgo? ¡No, que va! 

¡Sofía en sí misma era la ostensible exposición del máximo 

egoísmo y un irrebatible despotismo unilateral! Pues bien, le 

daría gusto, abandonaría la casa, a ella y se lo cedería 

absolutamente todo. Dejándola completamente sola y…en paz.





Apagó las luces y cerró la puerta tras de sí. Recorrió el extenso 

jardín que lo separaba del sendero donde estacionaba su 

vehículo para recorrer varios kilómetros de bosque hasta la 

carretera más cercana. Sofía odiaba vivir en la ciudad, así que de 

modo autocrático, decidió que residirían casi en medio de la 

nada, subestimando el hecho de que Carlos tuviese que 

conducir a diario durante  horas para acudir a su trabajo.



Carlos encendió el motor, sonrió por primera vez imaginando lo 

sola que iba a sentirse su mujer cuando en verdad notara lo 

definitivo de su ausencia. Miró de nuevo hacia la casa ya 

cubierta por las sombras de la noche y partió raudo de aquel 

lugar.



En el interior de la vivienda el gato de Sofía husmeaba 

maullando en busca de su ama, era su hora de comer. Oscuridad 

y silencio por doquier. Sin embargo un tenue golpeteo causo 

que el felino alzara sus orejas y siguiera la procedencia del 

mismo. ¡Pobrecito! ¡Cuánta pena! Esa noche se quedaría sin 

cenar pues su ama no estaba disponible.



Tras una fresca pared de ladrillo y cemento, se oían los gritos 

ahogados de Sofía, tapiada en un hueco del sótano, con los 

dedos ensangrentados de tanto rasguñar infructuosamente el 

concreto de la prolija medianera, mientras el oxígeno se agotaba 

lenta pero indefectiblemente.




© MARCELA ISABEL CAYUELA

miércoles, 8 de febrero de 2017

TANTOS AÑOS


Han pasado tantos años….tantos. Esperando que el recuerdo 

se transmute en realidad u olvido.


Tantos años memorando esos rojos rizos que enmarcaban 

tu sonrisa con frenillos, sentada justo allí a mi lado, en 

aquellos pupitres dobles de la escuelita provincial. Nunca 

me mirabas y el arrebol de mis mejillas te lo agradecía. 5° 

grado B y ya estaba enamorado para siempre. Angustiado 

por detener el tiempo y la primaria no tuviese fin. 

Adivinando dónde continuarías tus estudios, en que 

secundaria e inscribiéndome en todas para no perder la 

oportunidad de seguir teniéndote muy cerca. Sin embargo,  

terminado el 7°, jamás volví a verte.



Tantos años transcurridos sin lograr borrarte de mi mente. 

Hasta terminar la universidad. El día de mi graduación 

sintiéndome más solo que un perro callejero, me senté en 

aquella banca de la plaza principal. Entonces te vi pasar. Mi 

corazón comenzó a palpitar desbocado mientras mis manos 

temblaban poco menos que mis rodillas, desobedeciendo 

mis deseos de cruzarme en tu camino.



Lucía….mi Lucía. Cual si un ángel te alertase, me miraste, tu 

sonrisa se colgó en el tiempo suspendida con un dejo de 

amargura. Tus manos descendieron hasta acariciar tu 

vientre redondeado  mientras aquel hombre te alcanzaba y, 

tomándote del brazo te alejaba en dirección contraria a 

nuestro encuentro. Por encima de su hombro volteaste a 

verme y en ese instante por  fin supe, que también tú me 

habías amado.



Amor platónico de niños que sin saberlo, marcara a fuego 

nuestra ausencia arrepentida de silencios.



Desde entonces, ni la lluvia, ni el invierno, ni la vida, 

impidieron me sentara día a día  en la misma banca, a la 

misma hora y en la misma plaza, perseverando con idéntica 

esperanza: Volver a verte, aunque ya nunca fueras mía.



Quién sabe cuántas vueltas dieron las manecillas del reloj 

finito que pende entre las manos del Hacedor. Lo único que 

sé, es que aún te espero. Que bajo mis pies ya no yace la 

misma tierra que nos vio nacer permitiendo solo 

vislumbrarnos. Que mi corazón ha dejado de latir y que mi 

banca reposa entre las nubes de un paraíso silencioso, 

expectante….y que aún te espera.





MARCELA ISABEL CAYUELA