lunes, 10 de octubre de 2016

FRAGMENTO DE UNA VIDA



Y estaba allí, como cada noche al salir del bar. Pateando piedras sueltas por la calle. Porque hay piedras sueltas en la calle ¿no sabían? Si, las hay.

El pavimento se desgasta, como la vida misma, dejando expuestas las pequeñas redondeces que formaron parte de esa cinta azul grisácea.

Y Gabriel se desahoga con ellas. Hastiado. Todos los días aquella idéntica rutina. Ineludible.

Amanece con el tedio de una existencia diluida, ronda la mañana presintiendo, sin siquiera tener conciencia de ello, los vacíos que hoy ocupan el lugar que destinó a sus sueños. Come mal y a destajo, cualquier cosa, lo que pudo preparar con los restos de comidas anteriores. No le importa. Cree que no siente. Y siente que no hay más.

Luego el trabajo. Un jefe gordo y maloliente que no cesa de gritar que es un inútil.  Las copas, los platos, el detergente y muchas ratas asomando el hocico por entre los cajones cargados con botellas vacías.

--¡Mierda! ¡Una puta mierda!—Murmura Gabriel cuando se queda a solas en la cocina, navegando entre el hedor del espectáculo deprimente que se muestra ante sus ojos y la impotencia de sus brazos flacos.

Es muy joven Gabriel, pero solo en años.

El tiempo suele transcurrir de un modo extraño para los chicos como él. Los hijos de la vida. Hermanos de la realidad y ahijados de la injusticia. Se visten de tristeza cuando apenas dan los primeros y temblorosos pasos fuera de la infancia. Ese es el único atuendo que sus madres pudieron  costear; remendándolo con lágrimas nacidas en ausencias y pobreza.

La escuela es solo una tarea más. Una puerta que se abre a la esperanza, pero solo para aquellos que pueden abocarse  a ella. No para los que se ven conminados a luchar por el pan de cada día.

Soles, lluvias, vientos, hambre y mil fracasos. Negaciones…

No hubo juegos para él, ni juguetes. Su niñez huyó dispersa quien sabe dónde y en qué momento.

--¡Rajá de acá boludo! – Le grita Gabriel al borracho de la esquina…Siempre tratando de manosearle los bolsillos buscando monedas para embriagar sus propios duelos.

Lo olvida de inmediato. Si hay algo que se consigue durante una vida de perros…Es una memoria breve.

Y sigue pateando piedras, como si pateara los minutos transcurridos durante toda su existencia.

Apoyada en el marco de una vieja y descascarada puerta de conventillo, la madre, único pariente que recuerda o que le importa, lo está esperando. La mujer es un émulo envejecido de su propia esencia. Con la figura enjuta y los ojitos preocupados, atisba  la oscuridad de la calleja ansiando ver por fin dibujarse ante ella, la silueta de su hijo, llegando sano y salvo de vuelta a casa.

--Gracias Dios…-- Suspira Ema cuando Gabriel atraviesa la entrada dejándole un beso fugaz   sobre la mejilla helada.

Y entonces, como cada noche desde hace 20 años, el latigazo de un recuerdo mezquino de piedades le golpea a la mujer el pensamiento.

--“No estoy seguro de que sea hijo mío” –Fueron las palabras de aquel hombre, el amor de su vida, ante el defensor de turno en la Fiscalía Pública del pequeño pueblo donde se conocieron.
Donde nació Gabriel. Su Gabriel. El que solo lleva su apellido de soltera.

Ema sacude la cabeza escondiendo una lágrima que se resiste a partir de su rutina, mientras la joven espalda del muchacho se disuelve en la oscuridad del corredor. Y cierra la puerta. Como si pudiera así, dejar también el dolor afuera.

En el pequeño cuarto, Gabriel se tumba aun vestido sobre la cama….En su mente, sigue pateando piedras.

Total y como siempre…aun estarán allí mañana.

(Para Emmanuel)

© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)




DOS AUSENCIAS


Entre el claroscuro de la monocromía infinita de sus días yertos, Daniela subsiste…inerme, indolente.
Camina por senderos dibujados con lágrimas que nacieron en la honda tristeza de los sinsentidos.

No conoce otra cosa, no pudo con las circunstancias. Llegó a la vida entre cartones de una desgastada caja de zapatos deportivos…allá en el ´75.  Su primer llanto fue de hambre y surcó el aire de una celda oscura y clandestina, silenciosa, húmeda, tétrica. Donde la muerte hizo de partera. No hubo pecho, ni ternura. A su pequeño y desnutrido cuerpo lo abrazaron las mentiras de una infamia indescriptible y cruenta; conminando su destino a especulaciones fraudulentas.

¿Será quizá posible que el modo en que al mundo arribamos, condicione insoslayable nuestro sino?

Daniela no lo sabe, apenas si lo piensa. Solo sigue su rumbo… indiferente, desolada, inconsecuente. Ha dejado de luchar, de insistir, de buscar. No tiene idea de quién es…y ya ceso de preguntar.


En  Plaza de Mayo, una abuela clama desgarrada por el llanto, los recuerdos y la angustia. Sesgada su familia, lo ha perdido todo y sin embargo persevera. Ama en los silencios, escrutando oscuridades, batallando en los pesares de una pesadilla que ya resulta interminable; más no ceja. Busca….sueña…anhela…espera.


El  frío taladra los huesos esa tarde, la multitud se dispersa lentamente y doña Clarita con todos ellos, disolviéndose hacia una rutina de preguntas sin respuestas, de esperanzas abatidas, de palabras no escuchadas, de gritos insonoros y de llantos sobre pañuelos blancos.  No quiere llorar, debe ser fuerte…todavía…siempre.

Se abotona firme el viejo sacón de pana azul que la cobija y camina hacia la parada del colectivo. Al cruzar la calle, ni siquiera nota el vehículo precipitándose directo a ella. Una joven grita y se arroja  en su socorro, sujetándola por el brazo,  la impulsa contra el  cordón de la vereda.

--¡Vieja de Mierda! ¡Fijate por dónde vas!—Le gritan desde el coche que pasa, sin disminuir la velocidad.

Doña Clara Ramírez suspira, la sorpresa no demuele su eterna pena. No obstante contempla a la joven y sonríe breve, agradecida. –Es tan linda, tan frágil…y está tan triste—piensa.

Antes de que pudiera decir palabra, la muchacha pasa rauda a su costado y le besa la mejilla. Ambas se estremecen…aun así, se alejan. Una hacia su casa y otra hacia la nada.

Danzaron los segundos suspendidos en el aire de la tarde que moría. Doña Clarita se desliza como en sueños, cuando percibe que no ha bajado la palma de su mano desde la mejilla inexplicablemente arrebolaba tras el beso de Daniela.

Daniela se va,  sumergida en el derrotero cruel de las manillas demenciales de un tiempo sin sentido, esfumándose en la monotonía de un millar de anonimatos.


En una esquina de Buenos Aires, durante una tarde gris invierno, dos destinos se cruzaron…dos ausencias…dos mujeres. Conectadas por la sangre y sin saberlo.

Sobre  el plomo acerado del asfalto citadino, la llovizna se desmaya sobre el blanco pañuelo, símbolo de un encuentro…que  no llega.


© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)

REQUIEM

REQUIEM


Y se rompieron indolentes las cadenas del silencio

Cayeron abatidas en la ausencia del sonido

Llora el alma torturada por dolores insonoros

Perpetuando la tristeza en mil tormentos mudos

¿Dónde fueron las palabras que callamos?

¿Dónde callan las melodías que  vibraron?

Fenecen los poetas con la muerte de las musas

Se disipan, se disuelven…se evaporan

Absueltos del suspiro, abandonan la existencia

Silente el infinito, se expande inextricable

Sin perdones, inertes corazones

Notas que agonizan crean ecos sobre el muro del olvido

Bañándonos de lágrimas en el tiempo perdidas

Vacíos insondables…halito tardío

Letras navegando más allá del horizonte

Es el fin de la palabra, senectud de sueños

Exilio del artista… funeral de los poetas.


© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)



EL DISPARO


El disparo surcó el silencio, desgarrándolo. Martha estaba desecha. Se palpó el cuerpo, buscando alguna herida. Pero no, se hallaba ilesa. Entonces percibió el acre olor de la pólvora, flotando en el aire de la habitación a oscuras…y el calor, que manaba desde el  arma que aun pendía de su mano. Entonces….comenzó a llorar

--¿Esteban? ¡¿Esteban?!—Gritó desesperada.

Esteban siempre fue un sicario de la vida misma. Proclive a todo aquello relacionado con la locura, las drogas y la oscuridad. 

Durante años,  batalló  por ayudarlo, pero fue inútil. Esa era, irrebatible, su personalidad. Incluso llegó a considerar la posibilidad de que fuera presa de alguna una enfermedad mental. 

Nada en él, era normal….Pero ella le amaba, más allá de todo y de todos. Por encima de cualquier diatriba en el universo. Hubiese dado su vida por él de ser necesario. Más Esteban nunca cedió, jamás consiguió atarse a la realidad que le rodeaba, a comprenderla. Ni siquiera en nombre del amor.

Hoy, ambos habían arribado al clímax del horror. En medio de una violenta disputa, se vieron enfrentados a vida o muerte… Y fue cuando el disparo sonò.

Martha tropezó con el cuerpo inerte. Desplomándose junto a él, lo sacudió frenética. Pocos metros más allá, un par de niños sollozaban, arrinconados y ocultos bajo una mesa.

---Abuela! …Abuela…. —gemían los pequeños. No tendrían más de cinco y seis años.

Martha volteo a mirarlos…Sus pequeños nietecitos. A quienes Esteban pretendía asesinar cautivo por una de sus crisis.

--Esteban….perdóname…—suplicó al silente cadáver que yacía en el piso. Con los ojos desplegados de asombro y demencia. 

Contemplando un espacio muerto, que ella jamás alcanzaría a comprender.

Lo abrazó, confundiéndose con la sangre que manaba de aquel, que amaba tanto.

--Tenía que hacerlo Esteban….perdón….perdón…. ¿Porque? ¿Por qué Esteban, porque?....Mi Dios….

Nada volvería a ser igual desde aquel momento….nada. En realidad nunca lo había sido durante el transcurso de su vida juntos. Ahora, 
Martha, lo había asesinado, casi sin ser consciente de ello. Quizá impelida por el impulso primigenio e irracional de la supervivencia.

De todos modos, ya no importaba…estaba hecho. A mitad de una noche, mientras la demencia desgarra en pedazos toda factible esperanza, había matado a  Esteban…su propio y enloquecido hijo.






© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)


EL CUERPO


Se despertó en el piso, confuso y con un dolor de cabeza que  partía su entendimiento en millones de partículas. Estaba oscuro - ¿Sería de noche?- pensó. Cuando intento incorporarse, notó  la ropa adherida al cuerpo, por completo  empapada de sudor ¿Dónde estaba?- No tenía idea. Los escasos recuerdos que acudieron a su mente se circunscribían a un suceso particularmente siniestro. Una serie de imágenes desordenadas, sobre una violenta discusión con personas que ni siquiera lograba reconocer de momento,  constituían  la única referencia sobre su pasado inmediato.

Comenzó a desplazarse a tientas, tropezando repetidas veces con objetos de pequeña  dimensión, sin poder identificarlos. Nada que le diera referencia alguna sobre el sitio en que se hallaba. No había muebles, tampoco ventanas, al menos no que pudiera distinguir.

Transcurrieron unos minutos, nunca supo cuántos.   De improviso, chocó con un bulto laxo y grande. Lo pateo dos veces con aprensión, dadas las inciertas circunstancias; pero éste, no se movió.  Entonces resolvió agacharse  para tocarlo… Estaba apenas tibio. 

Debajo de la tela, percibió la morbidez de un cuerpo sin género, (para él) y  presa  del pánico, se arrastró  de nalgas, lo más distante posible de aquel macabro hallazgo.

Su corazón palpitaba desbocado, ensordeciéndolo. Temblaba. Cerró los ojos con fuerza, como si con ello pudiera abstraerse de la pesadilla en la que estaba inmerso. Cual desgarro, ascendiendo desde el pecho, un sollozo cobró entidad en su garganta.

Así, convertido en un ovillo de carne, pánico y lágrimas, sintió caer sobre sí, el destello azulino de una luz,  profanando, desde algún vértice, la densa oscuridad que lo rodeaba inmisericorde. Parpadeó.  Una silueta delineada en negro absoluto, se aproximaba desde la entrada que acababa de abrirse; luego otra, y otra más. Dejó de contarlas y se puso de pie. Sin tener la más pálida idea de qué lo impulsó hacerlo. A estas alturas, solo contaba con la supremacía de un impulso primigenio. Había perdido todo control sobre su voluntad.

Casi de modo indolente, se encaminó en dirección a los desconocidos. Escuchó sus voces, inconexas, ininteligibles. Uno de ellos encendió todas las luces del lugar. Eran fluorescentes, empotradas en columnas de dos por seis, en el techo de esa extraña habitación, con las paredes revestidas de agrietados azulejos blancos, de tope a tope. El piso se mostraba rojo descolorido y estaba cubierto de una gruesa capa de polvo. Como antes había notado, encima del mismo, yacían dispersos gran cantidad de adminículos, semejantes a instrumentos de hospital. Algún que otro archivero, una  mesa de acero inoxidable, una camilla derrumbada de lado…Y el cuerpo. 

Gélido, un mal presentimiento le recorrió la espalda. Antes de atreverse a centrar su vista en el cadáver, notó que un par de  sujetos se aproximaban a él. Reaccionó. Volteó a verlos y, por la vestimenta, dedujo que eran policías, casi todos, excepto dos hombres enjutos, con aspecto de ordenanzas. 

Seguramente ya lo habrían descubierto, situado justo a mitad del camino. No obstante era tan frenético el despliegue del grupo, que todo se tornó muy confuso, diría que descabellado. Y, de todos modos, él no conseguía articular palabra -¿Qué podría decir?- Ni siquiera sabía quién era, mucho menos lo que había sucedido.- ¿Acaso sería él, un asesino?- No. Era mejor quedarse quieto y esperar- decidió - Porque allí, sin duda alguna, se había cometido un crimen. 

Los uniformados se desplegaron por todos lados, pero sin dirigirle una sola palabra. La mayor parte, rodeaba ya el perímetro donde yacía el cuerpo. Se trataba de un hombre de mediana edad, del que no alcanzó a distinguir el rostro, y si, definitivamente estaba muerto. La cantidad de sangre sobre la que reposaba, señalaba que no podía ser de otra manera.

Carlos suspiró abatido

--¡No fui yo! – Dijo --¡Desperté y él ya estaba muerto!- Nadie respondió, Carlos comenzó a llorar.

Exasperado, se precipitó hacia los agentes, quienes no hicieron nada por detenerle. En tanto él, escupía explicaciones, por completo inconsciente de sus palabras, o el sentido de las mismas. Simplemente salían expelidas de su boca, incontenibles y desorganizadas. 

El que parecía ser el Jefe, giró en dirección a Carlos, mirándole fijamente. Carlos se detuvo en seco. Tenía frío, tanto, que sintió como si la sangre se le congelara en las venas. –Es el miedo- pensó – Estoy aterrado.

--¡Capitán!- exclamó uno de los que se hallaban junto al cuerpo. —…A este tipo lo mataron y  hace no hace más de una hora – anunció.

Carlos se hallaba ya, frente a frente con el Jefe. Demolido por la presión de las circunstancias, depuso todo atisbo de valor e intentó abrazarse al hombre. Lloraba.

No sintió nada cuando se dio de bruces con el suelo. El Jefe, continuó  su camino en dirección opuesta. Carlos alzó la vista. Se había desplomado a pocos centímetros del cuerpo….Y fue entonces, cuando pudo reconocerlo.

……………..

El equipo forense terminó su trabajo. De inmediato  arribaron otros, para trasladar el cuerpo. Lo metieron en la bolsa. Cerraron la cremallera. 
Carlos, seguía llorando.

Había visto a ese hombre varias veces en el pasado. En realidad muchas. Casi a diario…frente al espejo.


© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)
    

    

VOLUTAS DE HUMO

VOLUTAS DE HUMO

Habían pasado horas….y el seguía allí, sentado 

en su sillón de cuero contemplando las volutas 

de humo esparcirse entre las sombras. Apagó 

el último cigarrillo, pero la azulada bruma 

continuaba flotando, trayéndole su aroma. El 

aroma de la mujer que amaba….quemándose 

en las brasas de la hoguera que el mismo 

encendiera con ella.

© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)