Entre el claroscuro de la
monocromía infinita de sus días yertos, Daniela subsiste…inerme, indolente.
Camina por senderos dibujados con
lágrimas que nacieron en la honda tristeza de los sinsentidos.
No conoce otra cosa, no pudo con
las circunstancias. Llegó a la vida entre cartones de una desgastada caja de
zapatos deportivos…allá en el ´75. Su
primer llanto fue de hambre y surcó el aire de una celda oscura y clandestina,
silenciosa, húmeda, tétrica. Donde la muerte hizo de partera. No hubo pecho, ni
ternura. A su pequeño y desnutrido cuerpo lo abrazaron las mentiras de una
infamia indescriptible y cruenta; conminando su destino a especulaciones
fraudulentas.
¿Será quizá posible que el modo
en que al mundo arribamos, condicione insoslayable nuestro sino?
Daniela no lo sabe, apenas si lo
piensa. Solo sigue su rumbo… indiferente, desolada, inconsecuente. Ha dejado de
luchar, de insistir, de buscar. No tiene idea de quién es…y ya ceso de
preguntar.
En Plaza de
Mayo, una abuela clama desgarrada por el llanto, los recuerdos y la angustia.
Sesgada su familia, lo ha perdido todo y sin embargo persevera. Ama en los
silencios, escrutando oscuridades, batallando en los pesares de una pesadilla
que ya resulta interminable; más no ceja. Busca….sueña…anhela…espera.
El frío taladra los huesos esa tarde, la multitud
se dispersa lentamente y doña Clarita con todos ellos, disolviéndose hacia una
rutina de preguntas sin respuestas, de esperanzas abatidas, de palabras no
escuchadas, de gritos insonoros y de llantos sobre pañuelos blancos. No quiere llorar, debe ser
fuerte…todavía…siempre.
Se abotona firme el viejo sacón
de pana azul que la cobija y camina hacia la parada del colectivo. Al cruzar la
calle, ni siquiera nota el vehículo precipitándose directo a ella. Una joven
grita y se arroja en su socorro,
sujetándola por el brazo, la impulsa
contra el cordón de la vereda.
--¡Vieja de Mierda! ¡Fijate por
dónde vas!—Le gritan desde el coche que pasa, sin disminuir la velocidad.
Doña Clara Ramírez suspira, la
sorpresa no demuele su eterna pena. No obstante contempla a la joven y sonríe
breve, agradecida. –Es tan linda, tan frágil…y está tan triste—piensa.
Antes de que pudiera decir
palabra, la muchacha pasa rauda a su costado y le besa la mejilla. Ambas se
estremecen…aun así, se alejan. Una hacia su casa y otra hacia la nada.
Danzaron los segundos suspendidos
en el aire de la tarde que moría. Doña Clarita se desliza como en sueños,
cuando percibe que no ha bajado la palma de su mano desde la mejilla
inexplicablemente arrebolaba tras el beso de Daniela.
Daniela se va, sumergida en el derrotero cruel de las manillas
demenciales de un tiempo sin sentido, esfumándose en la monotonía de un millar
de anonimatos.
En una esquina de Buenos Aires,
durante una tarde gris invierno, dos destinos se cruzaron…dos ausencias…dos
mujeres. Conectadas por la sangre y sin saberlo.
Sobre el plomo acerado del asfalto citadino, la
llovizna se desmaya sobre el blanco pañuelo, símbolo de un encuentro…que no llega.
© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)
No hay comentarios:
Publicar un comentario