lunes, 10 de octubre de 2016

DOS AUSENCIAS


Entre el claroscuro de la monocromía infinita de sus días yertos, Daniela subsiste…inerme, indolente.
Camina por senderos dibujados con lágrimas que nacieron en la honda tristeza de los sinsentidos.

No conoce otra cosa, no pudo con las circunstancias. Llegó a la vida entre cartones de una desgastada caja de zapatos deportivos…allá en el ´75.  Su primer llanto fue de hambre y surcó el aire de una celda oscura y clandestina, silenciosa, húmeda, tétrica. Donde la muerte hizo de partera. No hubo pecho, ni ternura. A su pequeño y desnutrido cuerpo lo abrazaron las mentiras de una infamia indescriptible y cruenta; conminando su destino a especulaciones fraudulentas.

¿Será quizá posible que el modo en que al mundo arribamos, condicione insoslayable nuestro sino?

Daniela no lo sabe, apenas si lo piensa. Solo sigue su rumbo… indiferente, desolada, inconsecuente. Ha dejado de luchar, de insistir, de buscar. No tiene idea de quién es…y ya ceso de preguntar.


En  Plaza de Mayo, una abuela clama desgarrada por el llanto, los recuerdos y la angustia. Sesgada su familia, lo ha perdido todo y sin embargo persevera. Ama en los silencios, escrutando oscuridades, batallando en los pesares de una pesadilla que ya resulta interminable; más no ceja. Busca….sueña…anhela…espera.


El  frío taladra los huesos esa tarde, la multitud se dispersa lentamente y doña Clarita con todos ellos, disolviéndose hacia una rutina de preguntas sin respuestas, de esperanzas abatidas, de palabras no escuchadas, de gritos insonoros y de llantos sobre pañuelos blancos.  No quiere llorar, debe ser fuerte…todavía…siempre.

Se abotona firme el viejo sacón de pana azul que la cobija y camina hacia la parada del colectivo. Al cruzar la calle, ni siquiera nota el vehículo precipitándose directo a ella. Una joven grita y se arroja  en su socorro, sujetándola por el brazo,  la impulsa contra el  cordón de la vereda.

--¡Vieja de Mierda! ¡Fijate por dónde vas!—Le gritan desde el coche que pasa, sin disminuir la velocidad.

Doña Clara Ramírez suspira, la sorpresa no demuele su eterna pena. No obstante contempla a la joven y sonríe breve, agradecida. –Es tan linda, tan frágil…y está tan triste—piensa.

Antes de que pudiera decir palabra, la muchacha pasa rauda a su costado y le besa la mejilla. Ambas se estremecen…aun así, se alejan. Una hacia su casa y otra hacia la nada.

Danzaron los segundos suspendidos en el aire de la tarde que moría. Doña Clarita se desliza como en sueños, cuando percibe que no ha bajado la palma de su mano desde la mejilla inexplicablemente arrebolaba tras el beso de Daniela.

Daniela se va,  sumergida en el derrotero cruel de las manillas demenciales de un tiempo sin sentido, esfumándose en la monotonía de un millar de anonimatos.


En una esquina de Buenos Aires, durante una tarde gris invierno, dos destinos se cruzaron…dos ausencias…dos mujeres. Conectadas por la sangre y sin saberlo.

Sobre  el plomo acerado del asfalto citadino, la llovizna se desmaya sobre el blanco pañuelo, símbolo de un encuentro…que  no llega.


© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)

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