martes, 6 de octubre de 2015

AUGUSTE



AUGUSTE



Auguste, moría de pena cada atardecer sentado en la glorieta. Había sido lo que otros consideran un hombre afortunado, lo había tenido todo en la vida; una gran familia amante, una infancia feliz y plena, viajes, mujeres bellas y de las otras. Una buena esposa, descendencia, amigos. Una gran fortuna y muchos éxitos. Nada le faltó, ninguna carencia espiritual o física lo había aquejado a lo largo de su vida. Sin embargo….

Auguste, moría de pena cada atardecer, sentado en la glorieta.

Mientras soñaba con fumar un habano y con las manos grises abandonadas sobre la manta que cubría sus envejecidas piernas, meditaba con la mirada perdida en el ocaso, sobre las razones de su pena inmensa. Solo una idea venía a su cabeza.

Auguste, no conoció el amor. Ese, del que hablan los poetas. Ese por el que se da la vida y conmueve hasta derrumbar los cimientos de una vida. Ese…que quizá dejó pasar tan ocupado en disfrutar su vida plena.

Enumeró una a una las posibilidades de haber dejado escapar la verdadera musa de lo que hoy son anhelos viejos, inalcanzables. Recordando las compañeras de su vida descubría cada tarde, que ninguna había tan siquiera llegado a conmover su espíritu, más allá del sueño o de algún verano compartido.

Auguste, a veces sentía que su vida había sido escrita de antemano, paso a paso sin contar con aquel detalle. Un fuerte sentimiento que estremeciera su vacuo corazón.

Todo estaba escrito entre la bruma de un libreto que el desconocía. El creador se olvidó de obsequiarle un par de momentos en los que pudiera amar. Se dio cuenta entonces que tampoco supo jamás lo que era odiar.

La noche caía sobre la glorieta donde pasaba cada tarde, en absoluto silencio y soledad. Se le acababa el tiempo de pensar. Pronto vendrían a buscarle para resguardarlo de la humedad nocturna, ésa su familia que lo trataba con tanto cuidado y…amor. Esa palabra rondaría su mente hasta el momento exacto en el que sus párpados se cerraran en el reparador sueño prescripto de antemano.

Sintió el murmullo de los pasos sobre la grama del jardín, algo en su interior se rebelaba pues deseaba ver al menos un haz de plata surgiendo del astro que ascendía sobre el firmamento. Sin embargo no emitió palabra alguna, ni una queja, ni un lamento. Esos…se los llevaba por dentro, cobijados por su duro aunque envejecido pecho.

Sonreía Pierre, al subir a la glorieta, lo tomó entre sus brazos y lo condujo hacia el interior de la casona. Ya dentro lo llevó a su lecho. Auguste no cenaba. Mientras Pierre subía las escaleras con él en brazos le hablaba cariñosamente sobre la

hora de descansar. Siempre lo mismo, como si quisiera explicarle que sus días estaban contados, que su historia ya marcaba su final.

--Bueno Auguste, has tomado suficiente aire, es hora de descansar.- Y colocándolo en la gran maleta, el ventrílocuo acomodó a su primer muñeco cerrando la tapa sobre él.

Allí dentro, en la oscuridad Auguste sintió algo cálido rodar por su mejilla, era la primera vez.

Auguste, lloró sin saberlo siquiera…y cual epifanía humana, comprendió la razón por la cual moría de tristeza, como siempre, cada atardecer, sentado solitario en aquella glorieta.

Auguste, nunca conoció el amor, pues se olvidaron de ponerle un corazón.

Auguste, nunca será…feliz.

MARCELA ISABEL CAYUELA

Octubre 2015 – Tucumán – Argentina.

(Derechos Reservados)