YA NO HAY ESPACIO
“Ya no hay espacio para los dos en
esta casa” Fueron
indeclinables sus palabras. Carlos no podía dejar
de escucharlas una y otra vez
en su memoria. Azotándolo,
fustigándolo, enardeciéndolo.
Después de todos esos
años de convivencia, Sofía había tomado
la determinación por ambos, sin tener
en cuenta sus
sentimientos, carente de
consideraciones y en menosprecio de
cualquier argumentación que él pudiese haber esgrimido en
defensa de aquella
pareja que diez años atrás,
constituyeran exitosamente.
Oscurecía, el atardecer deponía su colorido intenso
tras las
sombras de la noche incipiente.
Carlos había perdido la cuenta del
tiempo que permaneció allí
de pie frente al ventanal de la sala contemplando el
cielo y
sumido en sus amargos pensamientos. Suspiró, se encogió de
hombros y
retirando del manojo de llaves su propio duplicado,
lo depositó sobre la mesa ratona entre los
sillones forrados en
pana que ella tanto amaba.
Luego cogió su equipaje y abrió la puerta. Parado en el
umbral
volteó una última vez hacia el interior de aquel que había sido
su hogar. “Ya no hay espacio para los dos en
esta casa”
perseveraban creando ecos las palabras de Sofía.
Aquella expresión solo era una cruel metáfora que señalaba
su
clara intención de extirparlo de su vida, un modo despectivo de
manifestarle
que ya no existía sitio para él, que
había dejado de
amarlo, que sinceramente, ya no lo soportaba. ¿Y él? ¿Nunca se
le ocurrió pensar en él?
¿En su propio hartazgo? ¡No, que va!
¡Sofía en sí misma era la ostensible
exposición del máximo
egoísmo y un irrebatible despotismo unilateral! Pues
bien, le
daría gusto, abandonaría la casa, a ella y se lo cedería
absolutamente
todo. Dejándola completamente sola y…en paz.
Apagó las luces y cerró la puerta tras de sí. Recorrió
el extenso
jardín que lo separaba del sendero donde estacionaba su
vehículo
para recorrer varios kilómetros de bosque hasta la
carretera más cercana. Sofía
odiaba vivir en la ciudad, así que de
modo autocrático, decidió que residirían
casi en medio de la
nada, subestimando el hecho de que Carlos tuviese que
conducir a diario durante horas para
acudir a su trabajo.
Carlos encendió el motor, sonrió por primera vez
imaginando lo
sola que iba a sentirse su mujer cuando en verdad notara lo
definitivo de su ausencia. Miró de nuevo hacia la casa ya
cubierta por las
sombras de la noche y partió raudo de aquel
lugar.
En el interior de la vivienda el gato de Sofía husmeaba
maullando en busca de su ama, era su hora de comer. Oscuridad
y silencio por
doquier. Sin embargo un tenue golpeteo causo
que el felino alzara sus orejas y
siguiera la procedencia del
mismo. ¡Pobrecito! ¡Cuánta pena! Esa noche se
quedaría sin
cenar pues su ama no estaba disponible.
Tras una fresca pared de ladrillo y cemento, se oían
los gritos
ahogados de Sofía, tapiada en un hueco del sótano, con los
dedos ensangrentados
de tanto rasguñar infructuosamente el
concreto de la prolija medianera,
mientras el oxígeno se agotaba
lenta pero indefectiblemente.
© MARCELA ISABEL CAYUELA
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