sábado, 11 de febrero de 2017

YA NO HAY ESPACIO



“Ya no hay espacio para los dos en esta casa”  Fueron 

indeclinables sus palabras. Carlos no podía dejar 

de escucharlas una y otra vez en su memoria. Azotándolo, 

fustigándolo, enardeciéndolo. 



Después de todos esos años de convivencia, Sofía había tomado 

la determinación por ambos, sin tener en cuenta sus 

sentimientos,  carente de consideraciones y en menosprecio de 

cualquier argumentación que él  pudiese haber esgrimido en 

defensa de aquella pareja que diez años atrás, 

constituyeran exitosamente.



Oscurecía, el atardecer deponía su colorido intenso tras las 

sombras de la noche incipiente. 



Carlos había perdido la cuenta del tiempo que permaneció allí 

de pie frente al ventanal de la sala contemplando el cielo y 

sumido en sus amargos pensamientos. Suspiró, se encogió de 

hombros y retirando del manojo de llaves su propio duplicado, 

lo  depositó sobre la mesa ratona entre los sillones forrados en 

pana que ella tanto amaba.



Luego cogió su equipaje y abrió la puerta. Parado en el umbral 

volteó una última vez hacia el interior de aquel que había sido 

su hogar. “Ya no hay espacio para los dos en esta casa” 

perseveraban creando ecos las palabras de Sofía.



Aquella expresión solo era una cruel metáfora que señalaba su 

clara intención de extirparlo de su vida, un modo despectivo de 

manifestarle que ya no existía sitio  para él, que había dejado de 

amarlo, que sinceramente, ya no lo soportaba. ¿Y él? ¿Nunca se 

le ocurrió pensar en él? ¿En su propio hartazgo? ¡No, que va! 

¡Sofía en sí misma era la ostensible exposición del máximo 

egoísmo y un irrebatible despotismo unilateral! Pues bien, le 

daría gusto, abandonaría la casa, a ella y se lo cedería 

absolutamente todo. Dejándola completamente sola y…en paz.





Apagó las luces y cerró la puerta tras de sí. Recorrió el extenso 

jardín que lo separaba del sendero donde estacionaba su 

vehículo para recorrer varios kilómetros de bosque hasta la 

carretera más cercana. Sofía odiaba vivir en la ciudad, así que de 

modo autocrático, decidió que residirían casi en medio de la 

nada, subestimando el hecho de que Carlos tuviese que 

conducir a diario durante  horas para acudir a su trabajo.



Carlos encendió el motor, sonrió por primera vez imaginando lo 

sola que iba a sentirse su mujer cuando en verdad notara lo 

definitivo de su ausencia. Miró de nuevo hacia la casa ya 

cubierta por las sombras de la noche y partió raudo de aquel 

lugar.



En el interior de la vivienda el gato de Sofía husmeaba 

maullando en busca de su ama, era su hora de comer. Oscuridad 

y silencio por doquier. Sin embargo un tenue golpeteo causo 

que el felino alzara sus orejas y siguiera la procedencia del 

mismo. ¡Pobrecito! ¡Cuánta pena! Esa noche se quedaría sin 

cenar pues su ama no estaba disponible.



Tras una fresca pared de ladrillo y cemento, se oían los gritos 

ahogados de Sofía, tapiada en un hueco del sótano, con los 

dedos ensangrentados de tanto rasguñar infructuosamente el 

concreto de la prolija medianera, mientras el oxígeno se agotaba 

lenta pero indefectiblemente.




© MARCELA ISABEL CAYUELA

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