miércoles, 15 de febrero de 2017

LA JAULA







38 años y nada,  eternamente sola, aún desde antes que sus 

padres abordaran el tren a las nubes (no el de Salta, sino 

literalmente: palmaron) De eso, habían transcurrido un par 

de meses. La dejaron uno detrás del otro.  En diciembre 

doña Emma, justo en nochebuena -¡que oportuna!- Tres 

semanas después, atormentado por la tristeza don Pedro se 

tiró por la ventana; olvidando que vivían en planta baja. Así 

que el pobre anciano no estiró la pata a consecuencia de la 

caída;  le dio un infarto cuando el perro del vecino lo 

desconoció y, más asustado que él, se le vino encima 

dispuesto a comérselo de a poquito.



-– Claro, ellos sí que no podían vivir el uno sin el otro – 

protestó Beatriz en voz baja–Nunca me tuvieron en cuenta



No recordaba a sus padres de otro modo que no fuera viejos 

o enfermos, enclenques y latosos. Aun así, los amó tan 

profundamente, que renunció a todo para cuidar de ellos.



--¡Pero qué  manera de joder mis viejos!—volvió a rezongar 

hablando sola.



Sentada en el viejo sofá forrado en pana descolorida de la 

sala, un par de lágrimas rodaron por sus mejillas mientras 

alisaba hasta sacarle brillo  la falda del vestido negro que 

tenía puesto. ¡20 años les dio! Dos largas décadas de 

remedios, doctores, ronquidos y flemas de colores y texturas 

varias. Eso, sin contar los pañales que debió cambiarles 

durante los últimos 5 años de su existencia.



Subsistieron tan compenetrados el uno en el otro, que si 

Emma tosía a don Pedro le daba neumonía y si a él le dolía 

la espalda, ella se quebraba la cadera. El hecho es que no 

parecían reparar en ella. Sin amigos, enamorados o tan 

siquiera conocidos. Atrapada entre aquellas paredes 

oscuras, mohosas e impregnadas por el olor característico y 

acre de la senectud enfermiza. El único ser vivo por el que 

solían manifestar cierto grado  de interés era el maldito 

pájaro, también cautivo en su jaula, colgada frente al espejo.



--¡El pájaro!—exclamó Beatriz incorporándose de un salto 

recordando que habían pasado días desde la última vez que 

lo alimentó.



 Corrió de prisa en auxilio del ave, destapó la jaula y al verlo 

vivo suspiró aliviada, Entonces reparó en el espejo, cubierto 

con una sábana como se acostumbraba en los velorios. 

Olvidó quitarla, tanto como olvidó vivir.



--¡Qué estúpida! ¡Ya es hora de airear todo esto!—exclamó 

tirando de la tela hasta descolgarla.



Y allí, en el reflejo,  estaba ella, con el pajarito posado sobre 

una de sus  manos…y encerrada en su propia jaula.



Llorando, dejó ir al ave, sintiendo que para ella… era 

demasiado tarde.



© MARCELA ISABEL CAYUELA


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