LA JAULA
38 años y nada, eternamente sola, aún desde antes que sus
padres abordaran el tren a las nubes (no el de Salta, sino
literalmente:
palmaron) De eso, habían transcurrido un par
de meses. La dejaron uno detrás
del otro. En diciembre
doña Emma, justo
en nochebuena -¡que oportuna!- Tres
semanas después, atormentado por la tristeza don Pedro se
tiró por la ventana; olvidando
que vivían en planta baja. Así
que el pobre anciano no estiró la pata a
consecuencia de la
caída; le dio un
infarto cuando el perro del vecino lo
desconoció y, más asustado que él, se le
vino encima
dispuesto a comérselo de a poquito.
-– Claro, ellos sí que no podían vivir el uno
sin el otro –
protestó Beatriz en voz baja–Nunca me tuvieron en cuenta
No recordaba a sus padres de otro modo que no
fuera viejos
o enfermos, enclenques y latosos. Aun así, los amó tan
profundamente, que renunció a todo para cuidar de ellos.
--¡Pero qué manera de joder mis viejos!—volvió a rezongar
hablando sola.
Sentada en el viejo sofá forrado en pana
descolorida de la
sala, un par de lágrimas rodaron por sus mejillas mientras
alisaba hasta sacarle brillo la falda
del vestido negro que
tenía puesto. ¡20 años les dio! Dos largas décadas de
remedios, doctores, ronquidos y flemas de colores y texturas
varias. Eso, sin
contar los pañales que debió cambiarles
durante los últimos 5 años de su
existencia.
Subsistieron tan compenetrados el uno en el
otro, que si
Emma tosía a don Pedro le daba neumonía y si a él le dolía
la espalda, ella se quebraba la cadera. El hecho es que no
parecían reparar en
ella. Sin amigos, enamorados o tan
siquiera conocidos. Atrapada entre aquellas
paredes
oscuras, mohosas e impregnadas por el olor característico y
acre de la
senectud enfermiza. El único ser vivo por el que
solían manifestar cierto grado
de interés era el maldito
pájaro, también
cautivo en su jaula, colgada frente al espejo.
--¡El pájaro!—exclamó Beatriz incorporándose de
un salto
recordando que habían pasado días desde la última vez que
lo alimentó.
Corrió
de prisa en auxilio del ave, destapó la jaula y al verlo
vivo suspiró aliviada,
Entonces reparó en el espejo, cubierto
con una sábana como se acostumbraba en
los velorios.
Olvidó quitarla, tanto como olvidó vivir.
--¡Qué estúpida! ¡Ya es hora de airear todo
esto!—exclamó
tirando de la tela hasta descolgarla.
Y allí, en el reflejo, estaba ella, con el pajarito posado sobre
una
de sus manos…y encerrada en su propia
jaula.
Llorando, dejó ir al ave, sintiendo que para
ella… era
demasiado tarde.
© MARCELA ISABEL
CAYUELA
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