domingo, 17 de abril de 2016

EL VERDADERO MUNDO DE ESTHER


Esther vivía como había nacido. Cansada. Sus días crepitaban rutinas y silencios hasta el ocaso y desde la misma alborada.
¡Quiero estar sola! ―gritó en silencio.
Tras sus gastadas gafas de plástico barato, solo un fiero destello fue consecuente con la insonoridad de su reclamo. A su alrededor todo se veía viejo, restaurado a fuerza de pintura al aceite y mucha cinta de embalaje.
Ella sabía mejor que nadie lo que significaba “vivir de segunda”. Fue una mujer un día hermosa, hoy ya entrada en años, los que por cierto, le sentaban tan mal como los múltiples oficios que le arrugaron el alma remendada.
Sentada bajo la luz amarillenta de una desnuda bombilla que colgaba inerte desde un cable color viento y lluvia, adornando de pobreza el ladrillo pelado que rodeaba su pequeño patio, Esther escribía como siempre unas palabras. Quería ser poeta. Necesitaba que alguien la escuchara.
¡Fuera! ―gritó de nuevo, pero esta vez fuerte y claro, a las dos perras de la casa que insistían en rondarla.
Miró entonces por sobre la montura de sus lentes hacia el interior de la casucha que habitaba. Deprimente, pensó. Un silencio abismal vagaba alrededor de dos de los seis que junto a ella la moraban, apiñados cual sardinas en su lata. Pero Esther encegueció sus sentidos, intentando abstraerse de aquella mísera realidad que la rodeaba insobornable.
Escuchó un violín lanzando a la noche sus notas desgarradas, hiriendo con el filo del sonido el negro techo de un firmamento tan insomne como su madurez temprana.
Hubiese querido llorar. Llorar a gritos reclamando paz y vida para su alma vapuleada. Mas con profunda resignación, fingió ausentarse tras el tardío ostracismo al que, para sentir, se había condenado.
Mamá… ―llegó temeroso el susurro desde la juvenil silueta cubierta por las sombras, justo a su costado.
Esther reaccionó…. Más de lo que hubiera querido. El sutil temblor de aquella voz tan conocida para ella solo trajo a su memoria el recuerdo de sus propios miedos. Esos que había decidido no enfrentar.
Entonces lo supo. Sintió que más que temida o respetada, era incluso despreciada.
Aquel, su empeño en existir entre sueños y palabras, había levantado infranqueables murallas que ahora la encerraban, aislándola.
¿Si? ―contestó Esther, con la voz agobiada de respuestas.
Nada…―respondió su hija, bajando la cabeza y fundiéndose con sus pensamientos camino de vuelta hacia la nada.
No existen letras que puedan plasmar el dolor de ver quebrarse desgajados los lazos de un amor que se enfrenta a los silencios entre dos seres que perciben la vida desde miradas diferentes.
La puerta que daba al patio se cerró suavemente tras la joven, quien se aleja de la distancia que hoy es su madre, dejando a Esther muy sola. Esta vez sí. Completamente sola. Con las manos yertas sobre los retazos de su propia historia. Esa, esa que nunca llegará a ser publicada.
Y duele… Apuñala… Vibra un llanto añejo y conocido, forjando el sempiterno nudo en su garganta.
Sola.
El fracaso que ronda y apuñala. Esther no habla. Ya no tiene con quien y tampoco le quedan ganas. De pronto, impiadosa la lluvia, se descuelga antes que sus lágrimas. Golpeando su rostro, recorriéndole la espalda. Pero Esther no se mueve. No se estremece a su contacto. Tal parece… que no ha sentido nada.
Sobre el óxido color ocre de una vieja mesa de taller, frente a la que está sentada, se humedecen, desdibujándose, las palabras. Y las llamas de un sueño…que se apagan.


MARCELA ISABEL CAYUELA
Marzo 2016 – Argentina
(Derechos Reservados)


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