MÁS
ALLÁ DE LA HISTORIA
Capítulo
5
“KUTI”
(REGRESAR)
Las
Catacumbas…quien sabe cuándo…
Durante
la tercera incisión realizada sobre una de sus piernas, Daniela volvió a perder
el sentido. Además de escindir más allá de la piel, quizá por debajo de la capa
subcutánea, posteriormente presionaban a
los lados de la herida, cual si pretendiesen extraer alguna sustancia desde la
misma. No podía verlo, los tres que la inmovilizaban por el tronco, impedían
toda probabilidad de vislumbrar las maniobras que practicaban con ella.
Tampoco
tenía demasiadas fuerzas, sentíase débil, impotente; deduciendo que se debía al
tiempo que permaneció sumergida en aquella ciénaga y, obviamente, resolvió que
era mejor no preguntarse cómo fue que sobrevivió a eso ni porqué estaba donde
estaba. Dadas las circunstancias, no atinaría una respuesta asequible. Lo
importante de momento era atenuar el dolor, prever los riesgos venideros y por
sobre todo, resistir. Eso, si es que aún vivía.
Sumergida
en un letargo indefinido y misteriosamente consciente de ciertos fragmentos de
la irrealidad circundante, advirtió que la trasladaban hacia otro sector
también subterráneo, pero donde no se hallaba sola. El coro de lamentos
que inundaba, reverberando, las
concavidades pétreas de la estructura, le proporcionaron una idea bastante
precisa sobre la numerosa compañía de dolientes aquejados por quién sabe qué tipo o diversidad de padecimientos.
Determinó
que los individuos encapuchados no eran otra cosa que monjes, destinados al
cuidado de todas estas personas, entre las que ella misma se hallaba,
deduciendo que no intentaban asesinarla sino ¿aliviarla?
Las
sombras dominaban el espacio, atemorizantes. Los murmullos se oían angustiosos
y, ocasionalmente, un llanto desgarrador surcaba las penumbras por encima del
resto, declamando en aymara el dolor de alguna pérdida fatal. Los días
transcurrían imprecisos ya que Daniela no tenía forma de constatarlo. Los
contaba según la frecuencia con que se les proporcionaba algo de alimento y,
dado el prolongado lapso entre una y otra ración, conjeturó que esto se hacía
solo una vez al día.
En
varias oportunidades acudieron a cambiarle los vendajes en las piernas, más
bajo las capuchas, estos monjes llevaban a su vez cubierto el rostro con telas
crudas a modo de barbijo protector, preservándolos anónimos a su escrutinio.
Paulatinamente
comenzó a recuperarse, pero había decidido mantenerse inmóvil y silente hasta
encontrar el modo de salir de allí; o al menos, reunir fuerzas suficientes como para inspeccionar el
área sin ser atrapada.
Aquella
noche dormía como se acostumbró hacerlo,
a medias; con parte de sus sentidos alertas, expectantes. Sin embargo no lo
percibió hasta que estuvo directamente frente a ella. El olor fue lo primero
que advirtió: ácido, fétido. Abrió los ojos levemente, con los párpados
entornados, fingiendo perdurar obnubilada e inhábil. No obstante, cerró con
fuerza los puños y tensó los músculos.
--Cusisiyaña[1]—dijo
el sujeto indicando con sus manos su propio pecho—Cusisiña[2]–continuó
esta vez señalando a Daniela—Ajayu atamaña sami [3]--apuntó
nuevamente a la joven—jutaña jasaniña [4] ¡kutiña!
[5]—dijo
con la voz quebrada de emoción y sujetando las manos de Daniela—Jakisxaña[6]
yanapasiña[7]
munaña, irpasiri [8]—finalmente
mirándola con los ojos llenos de lágrimas, acarició el rostro de la estupefacta
Daniela y dijo con extremada dulzura—Munata….munata…[9]
jutaña, jutaña. [10]
Ajayu waliptayaña. [11]
Daniela
no apartaba la vista del joven nativo. Tendría éste casi su misma edad y a
pesar de lucir evidentes los rastros de haber sufrido alguna virulenta
enfermedad tal como viruela o peste, aun podía apreciarse su fuerte contextura
y la equilibrada belleza de unos rasgos, aunque autóctonos, suavizados por la
armonía de una expresión amable y dulce. Sus modales denotaban un dejo patricio.
Su mirada acaparaba ardiente todo el campo visual de Daniela y, por
descabellado que pareciese, su voz le resultaba extrañamente familiar. Tal y
como si la hubiese escuchado en sueños durante toda una eternidad.
--¡Allí!
¡Allí! ¡Apartadlo! ¡Devolvedlo a su clausura! ¡Se os ha vuelto a escapar!—se
oyó imperiosa la voz de uno de los monjes. Solo que éste llevaba el rostro
descubierto y denotaba una irrebatible actitud de superioridad.
El
joven soltó las manos de Daniela y, antes de escabullirse:
--Khuri,
hiwayiri [12]
¡millasiña![13]
wasaru asxarayaña mutuyaña pichhaña [14]—contempló
una última vez a la joven diciendo:--¡Kutiña! Kutiña munata [15] —
luego se perdió en penumbras sorteando los cuerpos tendidos en el piso sobre
toscos y ásperos pullos[16]
a modo de camastros.
Daniela
cerró los párpados con firmeza y encorvó el cuerpo ovillándose sobre si misma
en posición fetal. Nunca había sido creyente, pero en aquel instante rogó
porque nadie acudiera a ella en represalia por lo acontecido con el joven y
¿desconocido? nativo. Los minutos pasaron entre el barullo de la persecución y
algunas exclamaciones de protesta por parte de los enfermos como también de los
captores. En el fondo y, con hondo desasosiego, también pedía porque aquel
muchacho saliera bien librado de su osadía.
Entonces,
recordó el atardecer frente a la Basílica, su repentino encuentro con la mujer
de negro, el significado de las palabras que esta pronunciara para ella y la
visión sobrenatural e inexplicable de la extraña volcándose a mirarla desde la
última imagen tomada por su cámara. Tras los dichos del joven, dicho suceso
previo principiaba cobrar singular sentido. La mujer, sin duda alguna había
vaticinado o auspiciado aquel encuentro que Daniela acababa de experimentar.
Pero…Lizbeth ¿Cómo pudo no haberla visto?
--Lizbeth….
—murmuró Daniela para sí.
Daniela,
aun cuando no practicaba ninguna religión en particular, siempre se consideró
un ser en extremo espiritual, creyendo fehaciente en el esoterismo que investían
tierras imbuidas por un vehemente misticismo, como las que
comprendían todo el territorio del Perú. Aquí, el pasado afloraba sorpresivo e
incólume por doquier, fusionándose para coexistir con un presente que pugnaba
por prevalecer…sin conseguirlo. Asumía así que, del mismo modo en que ella
sentíase subyugada por los efluvios del mismo, inevitablemente, muchos de
sus habitantes naturales se verían
sometidos consciente o inconscientemente a una posesión tan vigorosa como
ineludible.
Muchos
de sus compañeros llegaron a considerar que no estaba en sus cabales debido a
tales convicciones, conminándola a un aislamiento que, auspicioso, le confirió
mayor determinación y tiempo para abocarse a un estudio mucho más que profundo
y complejo de lo que la Historia simplemente se limitaba a narrar. Y aquí
estaba, acorralada por circunstancias que no podría discernir como realidad,
sugestión u onírica fantasía.
--Pero
Lizbeth…--volvió a farfullar casi imperceptiblemente
Ella
había sido la última persona con quien tuvo contacto antes de aparecer en el
interior de las Catacumbas. Y también la primera con quien se relacionara apenas
pusiera un pie en Lima. Algo en aquella muchacha indujo en Daniela una
confianza inusual y, en solo dos días, el vínculo entre ambas, se manifestó
enfático. Mas justamente ahora, no conseguía memorar el tenor exacto de sus
frecuentes debates respecto a la historia del Perú; las hipótesis de Daniela o
la injerencia que Liz pudo haber tenido en ellas. No. No lo recordaba. Sin
embargo, trepidaba en su mente como una señal que no debía pasar por alto. Un
vislumbre, un chispazo eminente.
El
siseo de una larga túnica se dejó escuchar aproximándose a Daniela que
continuaba ovillada, tensa y ensimismada en aquella repentina remembranza.
Volvió a entreabrir los párpados, el individuo del largo atuendo se encontraba
junto a ella y notó que se acuclillaba. Era el monje de la voz autoritaria.
--¡Hea!
¡Anda niña, que te he visto con el Inca! ¿Qué os ha dicho? ¡Responded si no
deseáis ser conducida a las mazmorras!—espetó el repulsivo octogenario. Luego
con uno de sus dedos recorrió el rostro, cuello, e inicio de los pechos de la
joven.
Daniela
se estremeció al sentir la mugrienta y crecida uña de su índice surcándole
insolente la piel. Abrió los ojos. El hombre lucía una barba crecida, blanca y
grisácea. La piel arrugada y percudida, los ojos sombríos. No evitó que
separara la tela de su escote para divisar libidinoso parte de sus senos. Optó
por esgrimir una expresión desconcertada e imitando el acento respondió:
--Mi
señor. Ha sido incomprensible para mí. Os ruego impidáis que regrese ¡os lo
ruego mi señor! ¡Protegedme!—exclamó con fingida angustia y tomando con
denotado asco las manos del sacerdote (ahora notaba la distinción respecto al resto de los monjes) las aproximó
a sus labios y las besó.
--Sei
[17]que
mentís—dijo el religioso con voz cavernosa y acento antiguo. Luego observando
hacia donde fugara el nativo:--¡Os vide vusco[18]!
Diz que verná por vos. Diz que cacique fera, mas del sepulcro la fortuna fizole
fallir[19]--Inmediatamente
cerró con brusquedad el escote abierto de Daniela y, escupiendo a su costado,
se incorporó y salió raudo en la misma dirección por la que había huido el
nativo.
Las
palabras casi inextricables proferidas por el sujeto perduraron resonando en el
pensamiento de la joven. Extrañamente, al principio le oyó hablar un correcto
español castizo, pero ante ella se expresó cual si solo estuviese cavilando en
voz alta utilizando un castellano propio del siglo XI, durante la propia
conquista de Europa. Aun así Daniela comprendió sus dichos. Estos no hacían más
que reafirmar lo que ya se instauraba irrefutable.
El
encuentro con la desconocida, su advertencia sobre el joven, la perenne pasión
con que Daniela se obstinó en indagar esa fracción de la Historia Universal. Y
la conmoción que le causara su encuentro con el enigmático aborigen. La
familiaridad envolvente de su voz. Aquel sentido de pertenencia. Otra en su
lugar habría perdido la cordura. No obstante Daniela solo ansiaba penetrar aún
más hondo en los sucesos.
De pronto,
supo que su destino era volver allí. No entendía cómo. Atravesando el tiempo,
quizá derrotando la naturaleza de la muerte misma. No. No podría aseverarlo, pero
su única certeza era que ella había vivido allí… Seis siglos atrás.
[1]
Aymara. Traducción: Alegrar
[2]
Aymara. Traducción: Alegrarse
[3]
Aymara. Traducción: Alma avisar fortuna
[4]
Aymara. Traducción: Venir corriendo
[5] Aymara:
Traducción: ¡Volver!
[6]
Aymara. Traducción: Volverse a juntar/ Encontrar lo que se ha perdido
[7]
Aymara. Traducción: Ayudarse mutuamente
[8]
Aymara. Traducción: Amar, amantes enamorados
[9]
Aymara. Traducción: Amada…amada
[10]
Aymara. Traducción: Venir, venir
[11]
Aymara. Traducción: Aliviar el alma
[12]
Aymara. Traducción: Aquel asesino
[13]
Aymara. Traducción: ¡Asqueroso!
[14]
Aymara. Traducción: Ayer aterrorizar, atormentar y quemar alguien
[15]
Aymara. Traducción: ¡Volver! Volver amada
[16]
Manta de lana cruda y áspera tejida artesanalmente con lana de llama (típico
del altiplano)
[17]
Castellano antiguo: Se (interpretación)
[18]
Castellano antiguo: Lo he visto con vos (Interpretación)
[19]
Castellano antiguo: Dice que vendrá por vos. Dice que era cacique, mas del
sepulcro la fortuna le hizo escapar/fallar/engañar
Continuará....
Imagen: Diseño y Edición: Marcela Isabel Cayuela
Imagen: Diseño y Edición: Marcela Isabel Cayuela
© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)
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