lunes, 20 de marzo de 2017

MÁS ALLÁ DE LA HISTORIA


Capítulo 5


“KUTI” (REGRESAR)





Las Catacumbas…quien sabe cuándo…




Durante la tercera incisión realizada sobre una de sus piernas, Daniela volvió a perder el sentido. Además de escindir más allá de la piel, quizá por debajo de la capa subcutánea, posteriormente  presionaban a los lados de la herida, cual si pretendiesen extraer alguna sustancia desde la misma. No podía verlo, los tres que la inmovilizaban por el tronco, impedían toda probabilidad de vislumbrar las maniobras que practicaban con ella.

Tampoco tenía demasiadas fuerzas, sentíase débil, impotente; deduciendo que se debía al tiempo que permaneció sumergida en aquella ciénaga y, obviamente, resolvió que era mejor no preguntarse cómo fue que sobrevivió a eso ni porqué estaba donde estaba. Dadas las circunstancias, no atinaría una respuesta asequible. Lo importante de momento era atenuar el dolor, prever los riesgos venideros y por sobre todo, resistir. Eso, si es que aún vivía.

Sumergida en un letargo indefinido y misteriosamente consciente de ciertos fragmentos de la irrealidad circundante, advirtió que la trasladaban hacia otro sector también subterráneo, pero donde no se hallaba sola. El coro de lamentos que  inundaba, reverberando, las concavidades pétreas de la estructura, le proporcionaron una idea bastante precisa sobre la numerosa compañía de dolientes aquejados por quién sabe qué  tipo o diversidad de padecimientos.

Determinó que los individuos encapuchados no eran otra cosa que monjes, destinados al cuidado de todas estas personas, entre las que ella misma se hallaba, deduciendo que no intentaban asesinarla sino ¿aliviarla?

Las sombras dominaban el espacio, atemorizantes. Los murmullos se oían angustiosos y, ocasionalmente, un llanto desgarrador surcaba las penumbras por encima del resto, declamando en aymara el dolor de alguna pérdida fatal. Los días transcurrían imprecisos ya que Daniela no tenía forma de constatarlo. Los contaba según la frecuencia con que se les proporcionaba algo de alimento y, dado el prolongado lapso entre una y otra ración, conjeturó que esto se hacía solo una vez al día.


En varias oportunidades acudieron a cambiarle los vendajes en las piernas, más bajo las capuchas, estos monjes llevaban a su vez cubierto el rostro con telas crudas a modo de barbijo protector, preservándolos anónimos a su escrutinio.

Paulatinamente comenzó a recuperarse, pero había decidido mantenerse inmóvil y silente hasta encontrar el modo de salir de allí; o al menos, reunir  fuerzas suficientes como para inspeccionar el área sin ser atrapada.

Aquella noche dormía como se acostumbró  hacerlo, a medias; con parte de sus sentidos alertas, expectantes. Sin embargo no lo percibió hasta que estuvo directamente frente a ella. El olor fue lo primero que advirtió: ácido, fétido. Abrió los ojos levemente, con los párpados entornados, fingiendo perdurar obnubilada e inhábil. No obstante, cerró con fuerza los puños y tensó los músculos.

--Cusisiyaña[1]—dijo el sujeto indicando con sus manos su propio pecho—Cusisiña[2]–continuó esta vez señalando a Daniela—Ajayu atamaña sami [3]--apuntó nuevamente a la joven—jutaña jasaniña [4] ¡kutiña! [5]—dijo con la voz quebrada de emoción y sujetando las manos de Daniela—Jakisxaña[6] yanapasiña[7] munaña, irpasiri [8]—finalmente mirándola con los ojos llenos de lágrimas, acarició el rostro de la estupefacta Daniela y dijo con extremada dulzura—Munata….munata…[9] jutaña, jutaña. [10] Ajayu waliptayaña. [11]

Daniela no apartaba la vista del joven nativo. Tendría éste casi su misma edad y a pesar de lucir evidentes los rastros de haber sufrido alguna virulenta enfermedad tal como viruela o peste, aun podía apreciarse su fuerte contextura y la equilibrada belleza de unos rasgos, aunque autóctonos, suavizados por la armonía de una expresión amable y dulce. Sus modales denotaban un dejo patricio. Su mirada acaparaba ardiente todo el campo visual de Daniela y, por descabellado que pareciese, su voz le resultaba extrañamente familiar. Tal y como si la hubiese escuchado en sueños durante toda una eternidad.

--¡Allí! ¡Allí! ¡Apartadlo! ¡Devolvedlo a su clausura! ¡Se os ha vuelto a escapar!—se oyó imperiosa la voz de uno de los monjes. Solo que éste llevaba el rostro descubierto y denotaba una irrebatible actitud de superioridad.

El joven soltó las manos de Daniela y, antes de escabullirse:

--Khuri, hiwayiri [12] ¡millasiña![13] wasaru asxarayaña mutuyaña pichhaña [14]—contempló una última vez a la joven diciendo:--¡Kutiña! Kutiña munata [15] — luego se perdió en penumbras sorteando los cuerpos tendidos en el piso sobre toscos y ásperos pullos[16] a modo de camastros.

Daniela cerró los párpados con firmeza y encorvó el cuerpo ovillándose sobre si misma en posición fetal. Nunca había sido creyente, pero en aquel instante rogó porque nadie acudiera a ella en represalia por lo acontecido con el joven y ¿desconocido? nativo. Los minutos pasaron entre el barullo de la persecución y algunas exclamaciones de protesta por parte de los enfermos como también de los captores. En el fondo y, con hondo desasosiego, también pedía porque aquel muchacho saliera bien librado de su osadía.

Entonces, recordó el atardecer frente a la Basílica, su repentino encuentro con la mujer de negro, el significado de las palabras que esta pronunciara para ella y la visión sobrenatural e inexplicable de la extraña volcándose a mirarla desde la última imagen tomada por su cámara. Tras los dichos del joven, dicho suceso previo principiaba cobrar singular sentido. La mujer, sin duda alguna había vaticinado o auspiciado aquel encuentro que Daniela acababa de experimentar. Pero…Lizbeth ¿Cómo pudo no haberla visto?

--Lizbeth…. —murmuró Daniela para sí.

Daniela, aun cuando no practicaba ninguna religión en particular, siempre se consideró un ser en extremo espiritual, creyendo fehaciente en el esoterismo que investían tierras  imbuidas  por un vehemente misticismo, como las que comprendían todo el territorio del Perú. Aquí, el pasado afloraba sorpresivo e incólume por doquier, fusionándose para coexistir con un presente que pugnaba por prevalecer…sin conseguirlo. Asumía así que, del mismo modo en que ella sentíase subyugada por los efluvios del mismo, inevitablemente, muchos de sus  habitantes naturales se verían sometidos consciente o inconscientemente a una posesión tan vigorosa como ineludible.

Muchos de sus compañeros llegaron a considerar que no estaba en sus cabales debido a tales convicciones, conminándola a un aislamiento que, auspicioso, le confirió mayor determinación y tiempo para abocarse a un estudio mucho más que profundo y complejo de lo que la Historia simplemente se limitaba a narrar. Y aquí estaba, acorralada por circunstancias que no podría discernir como realidad, sugestión u onírica fantasía.

--Pero Lizbeth…--volvió a farfullar casi imperceptiblemente

Ella había sido la última persona con quien tuvo contacto antes de aparecer en el interior de las Catacumbas. Y también la primera con quien se relacionara apenas pusiera un pie en Lima. Algo en aquella muchacha indujo en Daniela una confianza inusual y, en solo dos días, el vínculo entre ambas, se manifestó enfático. Mas justamente ahora, no conseguía memorar el tenor exacto de sus frecuentes debates respecto a la historia del Perú; las hipótesis de Daniela o la injerencia que Liz pudo haber tenido en ellas. No. No lo recordaba. Sin embargo, trepidaba en su mente como una señal que no debía pasar por alto. Un vislumbre, un chispazo eminente.

El siseo de una larga túnica se dejó escuchar aproximándose a Daniela que continuaba ovillada, tensa y ensimismada en aquella repentina remembranza. Volvió a entreabrir los párpados, el individuo del largo atuendo se encontraba junto a ella y notó que se acuclillaba. Era el monje de la voz autoritaria.

--¡Hea! ¡Anda niña, que te he visto con el Inca! ¿Qué os ha dicho? ¡Responded si no deseáis ser conducida a las mazmorras!—espetó el repulsivo octogenario. Luego con uno de sus dedos recorrió el rostro, cuello, e inicio de los pechos de la joven.

Daniela se estremeció al sentir la mugrienta y crecida uña de su índice surcándole insolente la piel. Abrió los ojos. El hombre lucía una barba crecida, blanca y grisácea. La piel arrugada y percudida, los ojos sombríos. No evitó que separara la tela de su escote para divisar libidinoso parte de sus senos. Optó por esgrimir una expresión desconcertada e imitando el acento respondió:

--Mi señor. Ha sido incomprensible para mí. Os ruego impidáis que regrese ¡os lo ruego mi señor! ¡Protegedme!—exclamó con fingida angustia y tomando con denotado asco las manos del sacerdote (ahora notaba la distinción  respecto al resto de los monjes) las aproximó a sus labios y las besó.

--Sei [17]que mentís—dijo el religioso con voz cavernosa y acento antiguo. Luego observando hacia donde fugara el nativo:--¡Os vide vusco[18]! Diz que verná por vos. Diz que cacique fera, mas del sepulcro la fortuna fizole fallir[19]--Inmediatamente cerró con brusquedad el escote abierto de Daniela y, escupiendo a su costado, se incorporó y salió raudo en la misma dirección por la que había huido el nativo.

Las palabras casi inextricables proferidas por el sujeto perduraron resonando en el pensamiento de la joven. Extrañamente, al principio le oyó hablar un correcto español castizo, pero ante ella se expresó cual si solo estuviese cavilando en voz alta utilizando un castellano propio del siglo XI, durante la propia conquista de Europa. Aun así Daniela comprendió sus dichos. Estos no hacían más que reafirmar lo que ya se instauraba irrefutable.

El encuentro con la desconocida, su advertencia sobre el joven, la perenne pasión con que Daniela se obstinó en indagar esa fracción de la Historia Universal. Y la conmoción que le causara su encuentro con el enigmático aborigen. La familiaridad envolvente de su voz. Aquel sentido de pertenencia. Otra en su lugar habría perdido la cordura. No obstante Daniela solo ansiaba penetrar aún más hondo en los sucesos.

De pronto, supo que su destino era volver allí. No entendía cómo. Atravesando el tiempo, quizá derrotando la naturaleza de la muerte misma. No. No podría aseverarlo, pero su única certeza era que ella había vivido allí… Seis siglos atrás.






[1] Aymara. Traducción: Alegrar
[2] Aymara. Traducción: Alegrarse
[3] Aymara. Traducción: Alma avisar fortuna
[4] Aymara. Traducción: Venir corriendo
[5] Aymara: Traducción: ¡Volver!
[6] Aymara. Traducción: Volverse a juntar/ Encontrar lo que se ha perdido
[7] Aymara. Traducción: Ayudarse mutuamente
[8] Aymara. Traducción: Amar, amantes enamorados
[9] Aymara. Traducción: Amada…amada
[10] Aymara. Traducción: Venir, venir
[11] Aymara. Traducción: Aliviar el alma
[12] Aymara. Traducción: Aquel asesino
[13] Aymara. Traducción: ¡Asqueroso!
[14] Aymara. Traducción: Ayer aterrorizar, atormentar y quemar alguien
[15] Aymara. Traducción: ¡Volver! Volver amada
[16] Manta de lana cruda y áspera tejida artesanalmente con lana de llama (típico del altiplano)
[17] Castellano antiguo: Se (interpretación)
[18] Castellano antiguo: Lo he visto con vos (Interpretación)
[19] Castellano antiguo: Dice que vendrá por vos. Dice que era cacique, mas del sepulcro la fortuna le hizo escapar/fallar/engañar



Continuará....

Imagen: Diseño y Edición: Marcela Isabel Cayuela


© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)

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