jueves, 3 de marzo de 2016

EL ENTERRADOR


Cuando amanece en su día, él se toma un tiempo. Despejando los velos del sueño embriagado en licor barato que compro en cualquier esquina al salir del Camposanto.
Restrega sus párpados hinchados tratando de enfocar su ya débil y gastada visión. –Maldita miopía- Piensa fastidiado.
Al observar sus manos curtidas de barro y callos se detiene unos instantes sobre el negro que decora el interior de unas uñas mal cortadas y amarillas por el trabajo y la nicotina. –Donde están mis cigarrillos—Fue su segundo pensamiento.
Le cuesta ponerse de pie. Es un hombre grande. Pesado y viejo.
--Arggggggghh!!—Gruñe intentando distender la contracción de su espalda encorvada.--¡Hayyy!-Exclama en el tirón final que interrumpe el arco que intentó cursar al desperezarse. Y retoma su postura inicial friccionando sus hombros cansados. –Un trabajo de mierda-Clamó su actitud más que la voz o el pensamiento.
Como cada mañana en un ritual sin pausa. El viejo observa la mísera austeridad de su entorno aun en penumbras.
Un catre de campaña con el elástico roído por el óxido y los años emite su quejido agudo cuando despega finalmente su humanidad de los fuelles, desenredando el pantalón de grafa de entre las sábanas percudidas.
Da unos pesados e inseguros pasos hacia el ropero y se mira en el vidrio partido y húmedo que se aferra no sabe cómo a una de las destartaladas portezuelas del cachivache.
Se tilda ante el bifurcado reflejo de su rostro lleno de sombras y fiereza. Siente odio, desprecio de sí mismo. Repentinamente gira sobre sus pasos y preso de una de una nueva energía se dirige dando tumbos con toda clase de objetos desparramados en el polvoriento suelo, hacia el cuartito de paredes manchadas con hollín y aceite de frituras, que le sirve de cocina. Enciende la hornilla y coloca en ella una jarra enlozada del tiempo de su abuela. Entre el olor a gas que se filtra de la seca manguera del
regulador, comienza a surgir el aroma acre del café recalentado
más de una vez.
El hombre vuelve a tildarse hipnotizado en las volutas de vapor
que se elevan hacia un techo que es mejor no ver. Reacciona y se
encamina al baño. Bueno, es una generosa forma de llamarle al
recoveco sin puerta que contiene una cañería sin ducha, un
inodoro y un lavamanos de metal sin brillo. –Muy “Sin”- Se repite
mentalmente.
Abre el grifo…Sin agua. Luego la ducha…Menos.
--¡Carajo!- Rezonga con voz cavernosa, sorprendiéndose del
propio sonido.
De la mochila que cuelga sobre el sanitario lleno de sarro y
manchas de moho viejo. El viejo extrae un poco del sospechoso
líquido que el recipiente contiene y lo lanza sobre su rostro y
cabello. Masajeando la barba descuidada y peinando con los
dedos el desastre de su pelo cano. Con retazos de una incolora
toalla seca bruscamente la humedad que gotea por su cuello
arrugado y marcado por surcos blanquecinos sobre un gris
perenne que le cubre todo el cuerpo.
--Chsssssss- Suena el café volcándose en la hornalla y los
borbotones escupen el agrio contenido perdiéndose entre las
múltiples e indefinidas manchas a su alrededor.
--¡Mierda! – Rezonga el hombre precipitándose de vuelta a la
cocina.
Manoteando un trapo atrapa la jarra y apaga la llama.
Se quema.
Y surge anodino el recuerdo.
“Ella… Si no hubiese sido por ella…” Cavila resignado mientras se
derrumba en el único taburete junto a la vieja mesa.
Ni siquiera sirve su indefinible brebaje en la desportillada taza
que yace solitaria junto al resto de sus pocos utensilios en un
estante de madera mal pintada enclavado en la pared.
--No hay azúcar—Murmura entre dientes –Bah! Tampoco me gusta. Nunca me ha gustado. – Y rodeando con el sucio trapo el contorno del recipiente hirviendo, lo acerca hacia sus labios. Sopla deshaciendo las volutas de humo que suben desde el mismo y su vista se extravía concentrada en la misma nada de sus pensamientos más sombríos.
Cada día de su vida, durante ya hace no sabe cuánto tiempo, ha existido con idéntica rutina desde que tomara aquel empleo.
No tuvo más opciones desde el día en que su padre lo expulsara de la casa.
“Y todo fue por Ella”- Mastica el pensamiento con la furia contenida desde el principio de su historia.
“Si ella no le hubiese enseñado a despreciar a los otros hijos de su padre”… “Si no se hubiese rebelado”
Casi desde que tiene memoria, es un simple Enterrador. Desde temprano en la mañana y hasta el atardecer de cada día. En especial los domingos. Cuando las fútiles conciencias impelen a los humanos a acallar sus culpables aullidos visitando a las pútridas víctimas de su accionar a diario. Cuando piensan que un ramo de cadáveres floridos adornaran la cúpula que los separa de la muerte allí atrapada bajo tierra y lápidas cubiertas de moho, misterio y lágrimas desoladas.
--Que estupidez- Se repetía el viejo, mientras solía observarlos a la distancia obligada por el Administrador del Cementerio.
--A estas buenas personas no les cae bien ver tus sucias fachas cerca de sus muertos- Solía repetirle el jefe.
Cómo si estas sucias fachas no fueran las que pusieron esos restos a cubierto de su mundanal hipocresía. Le contestaba el viejo mentalmente, siempre en silencio. No fuera que pudiese perder el único trabajo para el que era bueno.
Separar para su honra, a los vivos de los muertos.
“Y Ella… también ha muerto” Más que un pensamiento, era un dolor que le nacía en lo más profundo del pecho.
Durante los atardeceres el Enterrador, solía vagar entre las tumbas, simulando recoger las miserias que suceden a los hombres. Basura, desechos. Presencia inanimada de sus rápidas partidas. Cómo si les molestara permanecer demasiado próximos al recuerdo del correr del tiempo. Y sus consecuencias.
El viejo solía esperar las últimas horas del ocaso, era casi una ceremonia privada dentro de su monotonía.
Cuando el naranja intenso del sol ahogándose tras los cipreses, paría las primeras sombras subrepticias entre los monumentos de piedra, mármol y hasta el común cemento. El enterrador se escabullía en los senderos alejándose hacia los límites traseros del predio. Una vez allí, lo bastante lejos. Miraba por sobre sus hombros asegurándose una soledad presente. Era Su Momento. El único, desde que expulsado del hogar paterno, perdiera también su herencia y todos sus derechos. Luego aquel funesto instante en que asumió la pérdida final de quien pudo ser su compañera. Sin Ella, no quiso nada más y se condenó a sí mismo a este, su personal infierno.
Pesadamente, arrastraba sus pasos hasta una tumba secreta, que él siempre supo vacía. Erigida con sus propias manos, durante cada tarde al cerrarse el Cementerio, desde hace demasiado tiempo.
Allí solitario y vencido, se hincaba en la resignación de su impotencia y lloraba. Como un niño, hasta inundar su pecho.
La monocromía fútil de sus miserables días perdía sentido ante este dolor que era remembranza del odio, la incomprensión y el miedo.
Entonces, bañado por las primeras luces platinadas de una luna que lo observaba despiadada. Elevaba su vencido rostro mirando directamente hacia el firmamento. Y recitaba de memoria las palabras grabadas con sus propias uñas sobre un oscuro trozo de piedra informe.
Para ti mi amada
Perdida en la condena
Y a la espera del reencuentro
Para Lilith…
Por toda la eternidad
Luzbel…
*Nota final: Y se derrama el café hirviendo junto al salobre y silencioso llanto de un Ángel que se condenó a sí mismo a la humanidad*
MARCELA ISABEL CAYUELA
2016 – Argentina
(Derechos Reservados)

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