NOCHES
DE ESPANTO
El
sudor cubría por completo su rostro. El pecho agitado. Las manos temblorosas.
Oscar y el miedo. Una vez más y, como si nunca hubiese terminado, el pánico
bordeaba sombras dibujando embrionario un grito que nacía en lo más profundo
del subconsciente.
Casi
podía oír trepidante el golpetear de su corazón acelerado. La luz que entraba
por el recuadro en la ventana, apenas si conseguía iluminar la silueta difusa
de su oponente. Al igual que siempre, allí de pie en las tinieblas de una
oscura noche de verano.
Sus
ojos se inundaron del salobre líquido deslizándose desde los párpados. ¿Por qué? ¡Dios mío! ¿Por qué?- se
preguntó Oscar mientras restregaba con el puño el sudor que lo cegaba.
Silencio…Cada
noche se hacía el mismo interrogante. Y nunca obtuvo una respuesta. Solo la
presencia indómita del pavor primigenio invadiéndolo todo; demoledor,
asfixiante.
Tragó
saliva y tensó los hombros. Casi como dispuesto a enfrentar una vez más aquel
tan bestial como presunto ataque. Pero no. Ya no había nada. Frente a él solo
el vacío denso de penumbras le escupía sobre el rostro su presencia. ¿Dónde habría ido? ¿Dónde se pudo haber
escondido? No tenía idea. Jamás lograba adivinar el sitio desde el cual ese
maldito conseguiría sorprenderle.
Giró
de un lado a otro buscando con desesperación, tratando de anticiparse al
misterioso adversario. Aun a sabiendas que, indefectiblemente, no podría
derrotarle.
Su
respiración entrecortada se hizo audible en el entorno mientras que,
paradójico, un fuerte zumbido principiaba a ensordecerle. Oscar sabía que era
el tenaz silencio fracturándose ante la profanación de su existencia. Cual si
le odiara. Cual si defenestrara el hecho de que él, todavía estuviese vivo. Más no será por mucho tiempo- concluyó
Oscar suspirando, en tanto distendía la rigidez que le embargaba. ¿Para qué luchar? Nunca había vencido. Y
no sería esta noche la diferencia.
Relajándose,
volteó hacia la ventana y dio unos pasos hasta ella.
—
Adelante—murmuró abatido.
Nuevamente
respondió insonoro el pertinaz silencio. Resignado y con extrema lentitud,
Oscar volteó a ver el lugar dónde le divisara poco antes. Entonces volvió a
distinguir la figura falciforme que cada madrugada traía consigo el martirio de
una condena insospechada y cruenta. Una, de la que no lograría salvarse
mientras un átomo de su esencia habitara el plano de los vivos – o cuando menos
el mundo en que Oscar subsistía inerme –
Ahora
que lo pensaba, no memoraba otro instante que no fuera éste: su eternizado
enfrentamiento con la inefable entidad que lo acosaba a diario. No había luz,
ni mañanas, ni otras personas en su mente. Únicamente el recuerdo de la luna en
la ventana, el sudor, la soledad y por sobre todo…el miedo.
Una
extraña sensación de aceptación comenzó a invadir su pensamiento, trayéndole
subrepticia la certeza de un conocimiento avizorado, zigzagueando a través de
su consciencia. Casi sin advertirlo se alejó de la ventana en dirección a la
presencia. Ésta se mantenía inmóvil, al parecer expectante. Sin embargo
continuaba sin poder identificarla. Una vez estuvo lo bastante cerca, extendió
sus manos hacia ella; en tanto aquella intimidante manifestación le devolvía el
gesto, simultánea.
Cuando
sus dedos estuvieron próximos a rozarse mutuamente, un destello titiló en la
mirada de quien se hallaba enfrente, destacando de este modo, la
inconmensurable tristeza de unos ojos anegados
por gruesas lágrimas.
Oscar,
avanzó un poco más para tocarle. Dura, firme y gélida sensación le devolvió el
tacto de aquel a quien más temía.
Llena
la luna, siguió su curso por el firmamento despejado, situándose justo donde
podía mejor iluminarles. Fue cuando Oscar lo supo. Liberando las cadenas que
oprimían sus recuerdos.
Allí
estaban los dos, como siempre, como cada noche desde la sepultura. Era él,
frente al espejo de su propio infierno. Condenado a reflejar el monstruo que en
vida había sido…por toda la eternidad.
©
MARCELA
ISABEL CAYUELA
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