viernes, 23 de junio de 2017

LAS MONEDAS






Dejó caer las monedas al suelo. Desde temprano en la mañana el pensamiento martirizaba su conciencia. Siempre a las corridas camino del trabajo, nunca se concedió tiempo para condolerse ante la desgracia ajena. Pero ésta vez había sido diferente: aquel niño en el andén…su mirada vacua y a la vez suplicante. Aterido por el frío y un  hambre añejo que adelgazaba su cuerpecito hasta dibujarle el esqueleto bajo los harapos que constituían único, su atuendo.


Al salir de la oficina, prácticamente corrió a su encuentro. Bajó del subte y lo buscó por todas partes. Las manos le sudaban dentro del abrigo mientras aferraba todas las monedas que encontró durante el día. Era tarde, quizá demasiado, pero guardaba la esperanza de encontrarle. Tenía la extraña  sensación de que si no lo hacía, esa imagen le perseguiría por el resto de su vida.


A pocos metros de distancia, contra las grises y frías paredes del subterráneo, divisó un cúmulo de cartones y amarillentas páginas de periódico. De inmediato imaginó que el pequeño podría estar guareciéndose con ellas. Sus pasos apresurados crearon ecos en la vacía soledad de aquel andén. Cuando estuvo a su lado supo, de algún extraño modo, que era el niño que buscaba. Al no percibir movimiento se inclinó con lentitud hasta quedar en cuclillas junto al mismo. Con mano temblorosa apartó uno de los cartones que dedujo, cubrían su cabeza. Sí…era él. Dormía. Con un sueño tan profundo que le hundía el pecho entre las costillas. Permaneció extático, contemplándole. El sudor comenzó a rodar desde su frente al comprender que la criatura, ya no respiraba.


Algo en el sitio en que su corazón debía palpitar pareció estallar. ¡Tuvo que haberse detenido en la mañana! ¡Ayudarle entonces!, cuando más lo necesitaba-pensó.


Como hace tantos años, debió de hacer aquel hombre que pasó a su lado, en ese mismo andén, ignorando su desgracia y abandonándole a su suerte. Suerte que tardó apenas pocas horas en poner término al propio tormento. Pero que él, ahora, por vez primera, conseguía recordar.


Reconoció su propia faz sobre el gesto mustio del infante muerto. Entonces escuchó los pasos de aquel otro, aquel que en el pasado le condenó al olvido de una vida truncada por la mezquindad humana. Percibió que traía el rostro angustiado por tardía culpa. Fue cuando dejó caer las monedas al suelo…y se fundió con su propio cuerpo, empequeñecido entre los cartones de una realidad que por tanto tiempo prefirió negar.




© MARCELA ISABEL CAYUELA

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