Dejó
caer las monedas al suelo. Desde temprano en la mañana el pensamiento
martirizaba su conciencia. Siempre a las corridas camino del trabajo, nunca se
concedió tiempo para condolerse ante la desgracia ajena. Pero ésta vez había
sido diferente: aquel niño en el andén…su mirada vacua y a la vez suplicante.
Aterido por el frío y un hambre añejo
que adelgazaba su cuerpecito hasta dibujarle el esqueleto bajo los harapos que
constituían único, su atuendo.
Al
salir de la oficina, prácticamente corrió a su encuentro. Bajó del subte y lo
buscó por todas partes. Las manos le sudaban dentro del abrigo mientras
aferraba todas las monedas que encontró durante el día. Era tarde, quizá
demasiado, pero guardaba la esperanza de encontrarle. Tenía la extraña sensación de que si no lo hacía, esa imagen le
perseguiría por el resto de su vida.
A
pocos metros de distancia, contra las grises y frías paredes del subterráneo,
divisó un cúmulo de cartones y amarillentas páginas de periódico. De inmediato
imaginó que el pequeño podría estar guareciéndose con ellas. Sus pasos
apresurados crearon ecos en la vacía soledad de aquel andén. Cuando estuvo a su
lado supo, de algún extraño modo, que era el niño que buscaba. Al no percibir
movimiento se inclinó con lentitud hasta quedar en cuclillas junto al mismo.
Con mano temblorosa apartó uno de los cartones que dedujo, cubrían su cabeza.
Sí…era él. Dormía. Con un sueño tan profundo que le hundía el pecho entre las
costillas. Permaneció extático, contemplándole. El sudor comenzó a rodar desde
su frente al comprender que la criatura, ya no respiraba.
Algo
en el sitio en que su corazón debía palpitar pareció estallar. ¡Tuvo que haberse detenido en la mañana! ¡Ayudarle
entonces!, cuando más lo necesitaba-pensó.
Como
hace tantos años, debió de hacer aquel hombre que pasó a su lado, en ese mismo
andén, ignorando su desgracia y abandonándole a su suerte. Suerte que tardó apenas
pocas horas en poner término al propio tormento. Pero que él, ahora, por vez
primera, conseguía recordar.
Reconoció
su propia faz sobre el gesto mustio del infante muerto. Entonces escuchó los
pasos de aquel otro, aquel que en el pasado le condenó al olvido de una vida
truncada por la mezquindad humana. Percibió que traía el rostro angustiado por
tardía culpa. Fue cuando dejó caer las monedas al suelo…y se fundió con su
propio cuerpo, empequeñecido entre los cartones de una realidad que por tanto
tiempo prefirió negar.
© MARCELA
ISABEL CAYUELA
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