miércoles, 18 de noviembre de 2015

REVELACIONES EN LA TORMENTA

 
Sacudía el viento incontenible, los árboles del parque, vibraban los cristales de las ventanas azotados por el mismo, negros nubarrones corrían desatinados muy bajos sobre el techo de la vieja mansión; cubriéndolo todo, bañando de gris plomo cada resquicio de la sala. La siniestra tormenta que ya moraba sobre nosotros. Parada frente al ventanal, contemplando el espectáculo desatado del otro lado de los muros, una sensación de frío intenso pareció nacer de lo más profundo de mí ser. Un par de criadas me acompañaban dentro de la casa, en el exterior el jardinero se esforzaba por asegurar las antiguas barracas y las puertas del granero, corría de un lado a otro, contra el viento que arreciaba. La lluvia, densa, incontenible, no tardó en desplomarse sobre nosotros. Perdí de vista al jardinero encapuchado. Todo se volvió difuso y negro. El agua azotaba las ventanas. Vi a Lucinda y Margarita cerrando las cortinas y asegurando los pestillos. Relámpagos destellaban iluminando sus rostros temerosos. Comenzaron a encender los candelabros de la sala, deseando espantar la oscuridad que avanzaba dentro de la estancia. Leños en la chimenea iniciaban su lento crepitar. Y yo, incólume frente al ventanal, observando la nada. Presintiendo casi sin ver, el anegamiento del parque… la inclinación de los tallos en favor del viento.

Las doncellas insistían en que era peligroso permanecer allí donde yo estaba. Ante tan fuerte vendaval, los vidrios podrían estallar y lastimarme, argumentaban; algunos rayos quizá encontrarían el modo de colarse, atraídos por el reflejo de algún espejo. Mientras ellas imploraban a mi lado, escondidas entre el cortinado, yo las ignoraba. Había algo entre la confusa y delirante vista que me atrapaba, impidiéndome alejarme. Una de ellas, Margarita, se dirigió disgustada hacia la cocina, debía preparar la cena. Pude oírla murmurar una oración mientras desaparecía por el corredor a oscuras. Lucinda sabía que debía acompañarla, pero no quiso abandonarme, obviamente sentía temor en dejarme a solas. "Si algo le pasaba a la patrona", Don Bernardo, mi padre, no se lo perdonaría nunca.

No era la primera vez que me dejaba sola durante meses en la inmensa propiedad, con la única compañía de las dos criadas y el viejo jardinero. Era casi una rutina desde la muerte repentina de mi madre, a quien por cierto apenas logro recordar. Había fallecido en extrañas circunstancias, dentro de ésta misma mansión, siendo yo demasiado pequeña para mantener vivo su recuerdo.

La temperatura bajó considerablemente, Lucinda decidió cubrirme con un fino chal que perteneciera a mi madre y que yo misma había encontrado tiempo atrás, entre sus pertenencias intactas, dentro del cuarto clausurado, que permanecía tal como fuera dejado por ella. Mi padre oportunamente me prohibió entrar en aquellas dependencias privadas. Solo un gran óleo sobre el muro de la escalera lucía el retrato de quien me trajera al mundo. De alta alcurnia y gesto soberbio, vestida lujosamente y poseedora de una extraordinaria belleza, lucía en su amplio escote

un colgante con un extraño dije. Nunca supe acertar qué representaba, aparentaba ser algo de origen mítico. Por otro lado mi padre era totalmente renuente a responder cualquier pregunta sobre ella. Es más, nunca consideraba siquiera dirigirme la palabra más allá de un frío saludo y una mirada esquiva en la que, a veces, descubría un pequeño destello de rencor.

Nadie en la propiedad, a excepción del jardinero, era lo suficientemente antiguo dentro del personal como para conocer algo sobre la historia familiar. Pero ese hombre cojo jamás me había dado la cara. Desaparecía ante mi sola presencia.

Lucinda insistía en apartarme de la ventana. Había temor en su voz, no era la primera vez que me quedaba extasiada por horas contemplando las frecuentes tormentas del lugar. Cuentan que una vez levantándome sonámbula en medio de una de ellas, durante la noche y salí determinada al exterior, como si intentara seguir algún tipo de entidad desconocida. adentrándome en el bosque cercano al lago. Me encontraron al siguiente día, delirando palabras confusas que nadie por alguna razón que desconozco, osó repetir y con una pulmonía declarada.

De repente, una figura oscura se reflejó bajó el destello de un relámpago frente al vidrio de la ventana. Me eché hacia atrás, considerablemente asustada. Lucinda gritó alejándose de mí. Supe que era la negra figura encapuchada del jardinero parado allí, observándome, desde el otro lado, bajo la pertinaz lluvia. Cerré las cortinas, pero algo zozobró dentro de mí. El destello me permitió ver algo más en el contorno de su silueta dibujada de pie ante mí. Por alguna razón vinieron a mi mente viejos juegos de mi infancia. En un repentino impulso atravesé el corredor hacia la cocina y luego a la puerta de nuestro sótano. Parecía sonámbula nuevamente, aunque estaba completamente lúcida, antiguos recuerdos comenzaban a despertar en lo recóndito de mi mente. Abrí la gruesa puerta y, con una farola en mano, descendí los escalones hacia la oscuridad total, el corazón de todos los misterios.

Lucinda y Margarita, solo atinaban a rezar. Apoyé la farola sobre un estante, recorrí con mis manos las paredes hasta encontrar lo que buscaba, tomé un oxidado pico que yacía en el húmedo suelo y, con una fuerza de la que no me sabía dueña, comencé a cavar un hueco en uno de los muros, el cual cedió a mis golpes rápidamente debido a que resultaba ser más delgado en ese sector. Continué con la feroz tarea hasta ensanchar el diámetro del hueco. Fue entonces que sucedió lo espeluznante, encontré allí nada menos que los huesos de un cadáver. Su podrido vestuario aun dejaba entrever el verde color y, cuando se desplomó hacia un costado, pendiendo de lo que fuera su cuello, un colgante brilló ante la tenue luz de la farola, inmediatamente pude reconocerlo como el que sostenía ese extraño dije, en el retrato sobre la escalera. Supe que era mi madre. El gesto de horror en sus facciones confirmaba que fue enterrada viva. Entre los huesos descarnados de sus dedos aún aferraba algo y arrancándoselo como pude, logré atisbar solo en mi mente, el resto de la escena. Aquello que sostenía

con tanta fuerza era nada menos que el puño de una chaqueta de hombre con un monograma bordado y un gemelo con las iniciales B.S.S, Bernard Strasberg Swillings. Mi padre.

Los relámpagos iluminaron nuevamente el sótano y todas pudimos ver al jardinero parado tras de mí, la capucha caída y las incontenibles lágrimas cayendo suicidas, desde sus ojos tan azules como los míos, acariciando el colgante que pendía de su cuello. Idéntico al de mi madre. Apartándome, se lanzó dentro de aquella tumba improvisada y cruenta, abrazando desconsolado aquel montón de huesos que alguna vez amó…y perdió irremediablemente, poco después de que diera a luz, el fruto de aquel prohibido amor.


MARCELA ISABEL CAYUELA
Octubre 2015 - Argentina
(Derechos Reservados)

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