Marcela Isabel Cayuela Antologías
Donde sueño...luego escribo.
miércoles, 15 de agosto de 2018
LA ÚLTIMA FRONTERA : 35 HISTORIAS PARA NO OLVIDAR
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jueves, 10 de mayo de 2018
domingo, 25 de febrero de 2018
BOOKTRAILER REVELACIÓN 5
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sábado, 24 de febrero de 2018
Al igual
que cada atardecer, Mary se disponía a cerrar puertas y ventanas en la planta
baja cuando oyó sonar la campanilla.
Aunque sorprendida por lo inusual del hecho, antes de acudir en
respuesta no pudo evitar lanzar un rápido vistazo al ocaso penetrando sutil a
través del cortinado.
Desde
que comenzó a trabajar en la casona, Don Arturo jamás había utilizado este
método para llamar su atención. Y de esto, hacía casi 17 años.
Ambos
habitaban en completa soledad la antigua morada donde Mary, notablemente
eficiente, siempre se anticipaba a satisfacer cualquier necesidad del anciano.
Ya sea
por elección u obligación, según de quien se tratase, los dos eran conscientes
de que únicamente podían contar el uno con el otro. Constituyendo esta, la
única realidad irrefutable de su convivencia.
Invadida
por un particular desasosiego, Mary titubeó. Entonces la campanilla volvió a
sonar y, esta vez, con mayor insistencia. Reaccionando, se precipitó hacia las
escaleras. “¿Qué estaría sucediendo?”
-se preguntó.
……….
Veinte
años atrás….
—Sara…no
me dejes...no lo hagas, ¡Sara! —suplicó Arturo, abrazado a su mujer, que
agonizaba.
Sobre el
gran lecho con dosel que presidía la habitación matrimonial, Sara se desasía de
la vida con evidente sufrimiento. Pocos meses atrás, una extraña e irreversible
enfermedad había quebrantando, repentina, su existencia; devastándola.
Ni su
cuantiosa fortuna, ni las muchas influencias de las que gozaba el matrimonio
resultaron de utilidad alguna a la hora de afrontar el desolador advenimiento
de un trágico desenlace. A pesar de todos sus esfuerzos, Sara…, se moría.
—Déjame
partir…—susurró ella a su esposo que lloraba. –Es necesario amor mío. Un día lo
entenderás.
—No Sara
¡No! No te lo permito. ¡Tú eres mi vida, todo mi universo! ¡Más allá de ti,
nada me retiene en este mundo! …Por favor Sara…te lo ruego ¡Lucha!
—Morir, es inevitable amor. Ahora más que
nunca…Pero no temas, jamás te abandonaré.
—¡Qué
dices, Sara! Si te vas…no sobreviviré ¡No lograré hacerlo! —insistió él
desesperado.
—Calma
mi amor. Solo te ruego seas valiente. Y, por, sobre todo, ten paciencia. Un
tiempo pasará…luego el dolor que hoy te ciega, cederá. –respondió ella— Estos
meses de agonía acabaron con mi cuerpo, mi belleza, mi juventud. La enfermedad
me lo ha robado todo ¿Acaso no puedes verlo? ¿Podrías seguir amándome así? No
amor, no te mientas, ni me mientas. Seamos honestos. Seamos fuertes.
—Te
amaré de cualquier modo Sara. No me importa como luzcas, pero por Dios ¡No te
atrevas a dejarme! —siguió rogando Arturo.
—Oh
amor…que poco sabes de nosotras, las mujeres. Lo que hoy juras como eterno
amor, mañana se transformará en piedad. Y no, no estoy dispuesta a pasar por
ello. Existen otras formas querido, y haré uso de ellas. A cualquier precio.
—¿Qué
intentas decirme? No logro comprenderte.
Sara
posó el índice sobre los labios de su esposo indicándole silencio.
—Shhhhhh.
Ya no digas más. Espera y lo verás. Nuestro amor es demasiado intenso para
esfumarse bajo la frialdad de una lápida temprana. Nada ni nadie podrá contra
su fuerza. —murmuró ella con dulzura— Regresaré a ti… en cada ocaso, o quizá,
con la brisa del amanecer…Te lo prometo.
—Sara…
¿Sara?... ¡Sara! —gritó inconsolable y confuso Arturo.
Y, esa,
fue la última vez que pronunció su nombre. Durante mucho, mucho tiempo.
……….
En la
actualidad
Asustada,
Mary entró en la recámara sin golpear. De inmediato, advirtió la presencia de
Arturo, sumergido en las sombras de la noche que nacía. Sentado, como le era
habitual, en un viejo sillón revestido en cuero convenientemente situado frente
a la ventana. Lloraba. A su lado, la campanilla yacía abandonada sobre la
alfombra; mientras que el brazo con que la sostuviese pendía inerte a escasos
centímetros del suelo.
—S…Sa…ra—dijo
con dificultad, a nadie en especial. Tal vez dialogando con los fantasmas de su
propia oscuridad.
Mary
avanzó hacia el hombre, temerosa de que éste, finalmente hubiese emprendido ese
viaje sin retorno directo a la profundidad inalcanzable de una demencia que se
anunciaba, desde hacía meses, incipiente. Ella, llevaba tiempo tratando de
evitar que esto sucediera. A pesar de que los médicos así lo pronosticaran, con
tanta frecuencia, como certeza.
Juzgaban
que tanto el pertinaz aislamiento como el obcecado ostracismo a los que don
Arturo se había auto conminado desde el día en que su esposa falleciera,
constituían factores negativos de conducta, los que, indefectiblemente,
precipitarían el desenlace previsto para su patología mental.
Aun
cuando en varias oportunidades el hombre manifestó signos y síntomas
distintivos de una depresión severa, dichos episodios no se prolongaron lo
suficiente como para convertirse en críticos. Usualmente, se alternaban con
períodos de serenidad y lucidez. No
obstante, el riesgo persistía y, dado lo avanzado de su edad, existía la
probabilidad de que un día, - no muy lejano - emprendiese otra de aquellas
travesías introspectivas, resultándole imposible retornar a la realidad
circundante.
Y sin
lugar a dudas, era esto lo que a Mary más le alarmaba.
Una vez
llegó a su lado, Mary notó un brillo insólito resplandeciendo en la mirada de
Arturo. Extraviado en alguna hermética entelequia, ni siquiera parecía verla.
La expresión de su rostro se mostraba signada por el éxtasis. Mary tocó la
frente del anciano sospechando un estado febril. Mas estaba equivocada,
contrariamente a lo supuesto, su piel se hallaba helada. Tanto, que Mary
consideró dicho indicador como preámbulo de algo mucho peor.
—¡Don
Arturo! ¡Don Arturo! —exclamó, procurando arrancarlo de aquel estado.
Advirtiendo
que el anciano no daba mínima señal de reaccionar, decidió acudir por ayuda.
Buscó algunas cobijas y le abrigó con ellas. La única extensión telefónica
estaba en la cocina, así que una vez segura de haberle proporcionado algo de
calor, recogió la campanilla, la depositó sobre las piernas de Arturo y atizó
el fuego que decrecía en la chimenea. De inmediato, desapareció a toda
velocidad hacia la planta baja determinada a convocar al médico de cabecera.
Cuando
descendía por las escaleras escuchó nuevamente la voz de Arturo, pero esta vez,
gritando:
—¡Saraaaaaa!
Mary contuvo el aire. Nada de lo que estaba
sucediendo era normal. Jamás, en todos los años que llevaba a su servicio,
había escuchado gritar a Don Arturo. Apenas si conocía el timbre de su voz. “¿Debería volver?” – se preguntó
alelada.
—No.
Debo ir a por el médico. ¿Qué podría hacer yo en estas circunstancias? —concluyó
en voz alta.
—¡Saraaaaaa!
¡Sara, mi amor! —volvió a oírse la voz de Arturo.
Debido a
la precipitación impulsiva de su previo ascenso hacia el primer piso, Mary
obvió por completo encender las luces
que deberían iluminar la gradería. Tampoco lo hizo con las de la sala, por lo
que, tras bajar los escalones sujeta al barandal a fin de evitar una caída, no
tuvo más remedio que enfrentar la cerrazón que inundaba la estancia avanzando
lentamente en dirección a la cocina, también a oscuras.
A mitad
de su recorrido y de forma inexplicable, gélida, una corriente azotó su cuerpo;
provocando, además, un brusco descenso de la temperatura ambiental. Escrutando
en derredor, descubrió el vaivén de las cortinas, elevándose en el aire
impulsadas por el viento que penetraba a través de las ventanas abiertas de par
en par. Azorada, Mary se detuvo en seco. Estaba por entero segura de haberlas
cerrado antes de concurrir ante don Arturo.
La
gelidez reinante, era por completo impropia de la época. Sin embargo, atribuyó
el fenómeno al paso inesperado de alguna ola de frío polar. Continuó su camino
con extrema precaución y sin dejar de vigilar las sombras a su alrededor.
Ya en el
primer tramo del corredor que conducía a la cocina, un escalofrío recorrió su
espalda. Mary tuvo la clara sensación de no encontrarse sola, cual si alguien
la observase por detrás. Aunque no volteó, percibió, incuestionable, la
exhalación de un hondo y melancólico suspiro justo sobre su nuca. “¡Demonios! ¿Qué es lo que sucede?” – se
preguntó apresurando el paso, presa de un instintivo afán por huir de aquella
turbadora percepción.
Ingresó
a la cocina. Pulsó los interruptores a fin de encender las luces, pero fue
inútil. Ninguno de ellos funcionaba. Con nerviosismo creciente tropezó con
sillas, mesas y otros muebles hasta que consiguió asir el teléfono adosado a la
pared. Cogió el auricular, mas no pudo recordar el número del galeno. Resopló
impaciente. Ahora tendría que examinar los recordatorios que fijaba,
oportunamente, alrededor del aparato.
Extrajo de su bolsillo un encendedor que
cargaba siempre con ella e iluminó los adhesivos. Una vez identificado el que
buscaba extendió la mano para quitarlo y, así, distinguir con mayor claridad
los dígitos, mas sus dedos no alcanzaron a sujetarle. Tal y como si le fuese
arrebatado por una entidad invisible, éste salió disparado en el aire con
dirección desconocida.
—¡Mierda!
¿Qué carajos…? —exclamó consternada.
Antes de
que pudiera responder su propio interrogante, el estrépito de muebles
desplazándose con violenta energía por todas partes, desencadenó una sinfonía
de topetazos, colisiones y rebotes, conjuntamente asistida por el estropicio de
objetos haciéndose trizas contra el suelo.
—¿Un
sismo? ¿Justo en este instante? ¡Lo que faltaba! —protestó —¡Don Arturo! —
gritó, asumiendo que ahora más que nunca, urgía socorrerle.
De
vuelta en la sala, el vendaval desatado ahí dentro le instó enunciar una
plegaria exhortando a cuanta divinidad albergase el universo a venir en su
ayuda. Dando grandes tumbos y tropezones, logró por fin, aferrarse al pretil de
la escalera.
—Don
Arturo… ¡Por Dios! ¡Que nada le suceda! —dijo sinceramente preocupada. Luego en
dirección al piso superior: —¡Aguárdeme! ¡pronto estaré con usted!
Acabando
de pronunciar estas palabras, ráfagas de aire helado procedentes del primer
piso incrementaron su ímpetu, obstaculizando su ascenso.
En lo
profundo de su mente Mary comenzó a desestimar que todo aquello se tratase de
un fenómeno natural e, inversamente a cualquier tipo de presunción para casos
semejantes, el hecho de hallarse en franca contienda con algún prodigio de
origen sobrenatural, lejos de menguar sus fuerzas, no hizo más que acentuar la
bizarra determinación de proteger a su compañero de tantos años.
Ese buen
señor, un poco loco y prisionero de una desmedida obsesión por la memoria de su
esposa muerta.
Durante
17 años, solo habían sido ellos dos. Unidos por obligación o necesidad;
coexistiendo de tal manera que, a estas alturas, ya les resultaba imposible
discernir cuál de los dos se hallaba obligado y, quién, necesitado por el otro.
Tras
tenaz esfuerzo, Mary alcanzó el descanso que escindía la escalera de una
galería rodeada por la magnífica balaustrada del piso superior. Allí, reparó
que la ferocidad del viento decrecía, mientras que una sensación de honda
tristeza parecía flotar suspendida en el aire.
Centrando
la vista en la puerta entreabierta del cuarto donde Don Arturo había pasado dos
largas décadas, esclavizado por el dolor y la añoranza, Mary distinguió la
presencia de una silueta femenina perfilándose incorpórea, translúcida, bajo el
marco de aquella entrada. Le pareció reconocer en ella la incomparable belleza
de la mujer que protagonizaba todos los retratos y pinturas en la casa.
Entonces, fue cuando comprendió.
—¡Nooooooooo!
—gritó instada por la fuerza de un impulso inextricable.
La
mirada en los ojos del espectro destelló irascible y la puerta se cerró con
estrépito.
Mary se
abalanzó contra la placa de roble que le truncaba el paso. Forcejeó con el
picaporte. Golpeó con desesperación.
—¡Don
Arturo! —oyó, desgarrado, signado por el quebranto y la impotencia, el sonido
de su propia voz. Un grito que anhelaba penetrar el interior.
Nunca
supo cuánto tiempo transcurrió. Solo podía sentir el dolor de sus puños
amoratados. El ardor de su garganta ya insonora. Sus músculos agarrotados y el
rostro bañado en lágrimas salinas que comenzaban a secarse. Las piernas le
temblaban, casi no lograba sostenerse en pie. En tanto, la opresión dentro del
pecho le atravesaba el tórax cual puñalada hirviente.
Lentamente,
fue deslizándose de espaldas, con la aparente consistencia de un velo muy
delgado que, acariciando los arabescos labrados en la antigua puerta, se
desploma inerte sobre el piso. Cuando los primeros rayos del alba se anunciaron
atravesando la cúpula vitral del segundo piso, Mary se dio cuenta de que había
pasado la noche entera gritando, golpeando y suplicando inútilmente. Mas ahora
se preguntaba: “¿Cuál había sido su razón
de hacerlo?”
Recordó
el día en que llegó a la casona. Tenía solo 18 años, pero una vasta experiencia
cuidando enfermos, incluso desde la más tierna infancia. Primero fueron sus
abuelos, poco después debió ocuparse de sus tíos y finalmente, de sus padres.
Cuando el último de ellos falleció, un abogado amigo de la familia, decidió
ubicarla al servicio de su mejor cliente – Don Arturo Moncada – desligándose
así de asumir la responsabilidad de brindarle amparo.
Mary
jamás logró discernir si se trató de un acto mezquino o bondadoso, pero tampoco
atinó meditar en ello. Sencillamente y, tal como había hecho durante su vida
entera, se dejó llevar por simple inercia.
Cuando
le presentaron a Don Arturo, la abismal pena que intuyó en el hombre conmovió
las fibras más profundas de su alma. Por otro lado, las impresionantes
dimensiones, calma, comodidades y aislamiento de la propiedad donde a partir de
entonces residiría prácticamente sola, le auspiciaron una más que agradable
estadía.
Se
imaginó desarrollando rutinas independientes del arbitrio o control de terceros. Por fin libre del obligado contacto con la
gente, detonante habitual de los frecuentes ataques de pánico que su acérrima
fobia social le ocasionaban. En conjunto, todo esto se presentó para Mary, como
la concreción de sus más preciadas ambiciones. Un milagro que, en adelante, le
proporcionaría la estabilidad que requería.
Por
entonces, Don Arturo llevaba ya tres años sin hacer contacto con el mundo
exterior. Tampoco hablaba. Permanecía día tras día prácticamente inmóvil y
recluido en su recámara. Dado que no se trataba de un hombre inválido o
incompetente, atenderle no constituyó una tarea difícil de realizar. Él,
simplemente disfrutaba de su propia soledad e insistía en mantenerla. Esto
confirió gran autonomía en favor de Mary, quien también apreciaba sobremanera
su tiempo de silencio y retraimiento. De aquel comienzo, 17 años
transcurrieron. Don Arturo Moncada
envejeció considerablemente. Mimetizándose, Mary lo hizo con él.
Hasta el
arribo de esta noche aciaga y sus tenebrosos acontecimientos. Toda su
desesperación, el denuedo de su lucha por salvarle, protegerle, mantenerle a
resguardo de aquella manifestación fantasmagórica que irrumpió, insolente, en
el cuidadoso balance que, por años, Arturo y ella sostuvieron.
La
irrefutable evidencia de una privativa humillación. Allí, sollozando desecha
frente a un umbral clausurado por aquello que debió perdurar como entelequia
nacida en el pasado y no, como umbría pero tangible reaparición presente;
obstinándose en su mezquina voluntad por dividirles, subvirtiendo avasallante
el equilibrio conseguido. Todo. Todo esto que Mary sentía y padecía, solo podía
explicarse de un modo jamás avizorado.
—Yo…Yo
lo amo. Amo a ese loco anciano de los ojos dulces, tristes y brillantes—murmuró
Mary, suave y abatida.
Casi
imperceptible, el rumor de una risa improcedente semejó circundar a Mary, cuyo
cuerpo aún yacía tendido sobre el piso; en tanto, la puerta se abría lenta y
silenciosamente.
—¡Don
Arturo! —exclamó Mary extendiendo uno de sus brazos hacia el viejo sillón
revestido en cuero, del que ahora, solo divisaba el respaldo.
Instada por la premura de su epifanía, ella se
introdujo a rastras en la habitación.
—Don
Arturo –no dejó de repetir una y otra vez, por cada corto tramo que avanzaba.
La luz
de la mañana penetró débil el ventanal justo frente al anciano, otorgando,
generosa, el primer atisbo de una calidez tranquilizante. Súbita, la certera y
última puñalada de aquel frío atroz que por la noche ya embistiese la
contextura frágil de Mary, nuevamente le atravesó el pecho de hito en hito.
Dejó de respirar. No conseguía hacerlo y, mientras la falta de oxígeno
obnubilaba su cerebro, oyó crujir el cuero del sillón donde Arturo se hallaba
sentado. Se movía. Giraba hacia ella. Pero Mary perdió el sentido antes de
vislumbrar su rostro.
Áureas,
cobrizas, las gradaciones de la luz en el ocaso iluminaron el cuerpo exánime de
Mary sobre la alfombra. Todo un día había transcurrido. Abrió los ojos
escrutando alrededor. Frente a ella, se perfilaba la silueta de Arturo todavía
sentado donde siempre. Mas las sombras que reptaban por el cuarto persistían,
impidiéndole distinguir sus rasgos.
Aún
dolorida, cerró los párpados, deseando con todas sus fuerzas que los sucesos de
la noche previa hubiesen quedado mágica y definitivamente atrás. Codició con
fervor restituir el curso natural de sus vidas. Más allá de que ella hubiese
asumido su incondicional amor por Arturo.
—Levántate…
Ven a mí—dijo Arturo.
A pesar
de que apenas conocía el sonido de su voz, al escucharla, Mary supo que era
todo cuanto quería oír. Aproximándose más a él, sujetó la mano que este le
ofrecía. Percibió su corazón palpitando acelerado. Una sensación de goce
indescriptible la invadió mientras se incorporaba. Sin advertir que lo hacía…
con su ayuda.
Casi sin
darse cuenta, ambos estaban de pie; contemplándose en tinieblas. Cautivados por
el éxtasis de un trance embelesado. Cual, si se hallaran imbuidos por el
influjo de un proverbial conjuro, comenzaron a desplazarse. Juntos.
—Cierra
los ojos—pidió él con suavidad.
Ella obedeció
“¿Acaso sería éste, el milagro tan
ansiado?” – pensó.
—Ahora
ábrelos…—indicó Arturo.
Y allí estaban ellos. Tomados de las manos.
Eternizados en el reflejo que el gran espejo de cuerpo entero devolvía de
ambos: Arturo y… Sara. Su bella e inolvidable esposa muerta. Hoy, renacida en
el cuerpo de una ingenua y devota sierva enamorada.
Tras 20 años de espera, finalmente Sara…cumplió
con su promesa.
(Relato humildemente inspirado en la obra del
Maestro Edgar Allan Poe)
©MARCELA ISABEL CAYUELA
miércoles, 25 de octubre de 2017
viernes, 23 de junio de 2017
LAS MONEDAS
Dejó
caer las monedas al suelo. Desde temprano en la mañana el pensamiento
martirizaba su conciencia. Siempre a las corridas camino del trabajo, nunca se
concedió tiempo para condolerse ante la desgracia ajena. Pero ésta vez había
sido diferente: aquel niño en el andén…su mirada vacua y a la vez suplicante.
Aterido por el frío y un hambre añejo
que adelgazaba su cuerpecito hasta dibujarle el esqueleto bajo los harapos que
constituían único, su atuendo.
Al
salir de la oficina, prácticamente corrió a su encuentro. Bajó del subte y lo
buscó por todas partes. Las manos le sudaban dentro del abrigo mientras
aferraba todas las monedas que encontró durante el día. Era tarde, quizá
demasiado, pero guardaba la esperanza de encontrarle. Tenía la extraña sensación de que si no lo hacía, esa imagen le
perseguiría por el resto de su vida.
A
pocos metros de distancia, contra las grises y frías paredes del subterráneo,
divisó un cúmulo de cartones y amarillentas páginas de periódico. De inmediato
imaginó que el pequeño podría estar guareciéndose con ellas. Sus pasos
apresurados crearon ecos en la vacía soledad de aquel andén. Cuando estuvo a su
lado supo, de algún extraño modo, que era el niño que buscaba. Al no percibir
movimiento se inclinó con lentitud hasta quedar en cuclillas junto al mismo.
Con mano temblorosa apartó uno de los cartones que dedujo, cubrían su cabeza.
Sí…era él. Dormía. Con un sueño tan profundo que le hundía el pecho entre las
costillas. Permaneció extático, contemplándole. El sudor comenzó a rodar desde
su frente al comprender que la criatura, ya no respiraba.
Algo
en el sitio en que su corazón debía palpitar pareció estallar. ¡Tuvo que haberse detenido en la mañana! ¡Ayudarle
entonces!, cuando más lo necesitaba-pensó.
Como
hace tantos años, debió de hacer aquel hombre que pasó a su lado, en ese mismo
andén, ignorando su desgracia y abandonándole a su suerte. Suerte que tardó apenas
pocas horas en poner término al propio tormento. Pero que él, ahora, por vez
primera, conseguía recordar.
Reconoció
su propia faz sobre el gesto mustio del infante muerto. Entonces escuchó los
pasos de aquel otro, aquel que en el pasado le condenó al olvido de una vida
truncada por la mezquindad humana. Percibió que traía el rostro angustiado por
tardía culpa. Fue cuando dejó caer las monedas al suelo…y se fundió con su
propio cuerpo, empequeñecido entre los cartones de una realidad que por tanto
tiempo prefirió negar.
© MARCELA
ISABEL CAYUELA
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